V Enseñanza: sobre la tristeza y la depresión

V Enseñanza: sobre la tristeza y la depresión

“La tristeza no es más que un muro entre dos jardines”
JALIL GIBRÁN

Si el miedo y la ira nos aceleran, la tristeza nos aplaca. Cuando estamos tristes, todo el metabolismo languidece y el organismo comienza a andar despacio, como de mala gana y a media máquina. La naturaleza nos pone el freno de emergencia de vez en cuando y nos obliga a hacer una parada en el camino. Ya sea para pensar o descansar, un stop especialmente proyectado para eso desacelera el ritmo y nos tira algunos días a la cama, pero solamente unos pocos. No me estoy refiriendo a la temible depresión, que nos acuesta por meses, sino al desconsuelo biológico, a la emoción primaria de estar triste. Al igual que todas las emociones primarias mencionadas, la tristeza se agota cuando cumple su misión. Como veremos enseguida, mientras la enfermedad depresiva busca la autodestrucción, la tristeza cumple una función de reintegración y recuperación de los recursos adaptativos. Hay ocasiones en que Dios nos golpea amigablemente el hombro para llamarnos la atención y conversar un rato: “¿A dónde vas tan rápido? Desacelérate, dedícate a recuperar energía y a reevaluar qué estás haciendo".

Descifrando la tristeza

Cuando estamos tristes, la naturaleza nos está ofreciendo, al menos, tres opciones de supervivencia: (1) Conservar energía, si estamos ante una pérdida afectiva, (2) pedir ayuda, si nos sentimos desamparados, y (3) buscar soluciones almacenadas, si tenemos un problema difícil de resolver.

En situaciones de pérdida afectiva, como por ejemplo la muerte de un familiar querido, la naturaleza nos imprime una resignación obligatoria para que no sigamos esperando un imposible y conservemos la energía. El duelo es la manera natural en que nos despojamos de toda esperanza, para aceptar los hechos y hacer que el principio de realidad se imponga sobre el principio del placer. Si no fuera así, el organismo se agotaría en una quimera desgastante. Precisamente, los duelos no elaborados ocurren cuando los sujetos se resisten a entrar en la desesperanza saludable del “ya nada puede hacerse”. Estos individuos apelan a una especie de momificación psicológica de la persona ausente y hacen negación de la realidad. La famosa película Psicosis de Alfred Hitchcock, es una muestra dramática y terrorífica de un duelo materno mal elaborado por parte de un joven psicológicamente enfermo.

El duelo es una respuesta no aprendida, normal y útil, que posee cuatro fases. Una primera etapa, de embotamiento de la sensibilidad, en la cual el sujeto se siente aturdido e incapaz de entender lo ocurrido: puede durar horas o semanas, y algunos deudos se quedan ahí.

En una segunda etapa, de anhelo y búsqueda, la persona no acepta que la pérdida sea permanente. Aquí pueden aparecer manifestaciones como llanto, congoja, insomnio, pensamientos obsesivos, sensaciones de presencia del muerto (y obviamente vistas a videntes y brujos), cólera y rabia, en fin, en esta etapa se intenta reestablecer inútilmente el vínculo que se ha roto. Es una etapa de ansiedad y desesperación que puede durar de dos a tres meses.

La característica del tercer período es el de la tristeza propiamente dicha. El sujeto, pese al dolor, acepta la pérdida; el tiempo promedio es de dos a tres meses. Si la persona se queda en esta etapa sobreviene la depresión.

Finalmente, se entra a la fase de reorganización, donde, ya sí, se comienza a renunciar definitivamente a la esperanza y el individuo recupera la iniciativa y las ganas de vivir.

Se calcula que un duelo normalmente elaborado puede durar de seis meses a un año, dependiendo de la cultura y la historia previa del sujeto. Algunas personas crean un duelo crónico, es decir, se quedan estancados en la tercera etapa. Otras, se quedan en la primera etapa, y configuran lo que se llama ausencia de aflicción consciente.

Una de mis pacientes mujeres había enviudado dos veces. Al primer marido lo habían matado hacía cinco años, y el segundo había fallecido de infarto hacía dos. La señora, una mujer de cincuenta y ocho años, era una completa matrona, que por ser la hija mayor y la más adinerada, ocupaba un lugar de privilegio en su familia. Gran parte del respeto reverencial que le profesaban sus trece hermanos se debía a la aparente, “fortaleza para superar las adversidades”. Desafortunadamente, no era así. Su aparente firmeza ante la doble viudez no era más que un papel. En realidad, mi paciente nunca había tenido tiempo de llorar plenamente a sus maridos. Sólo pudo recuperar su energía vital cuando dejó que su debilidad normal aflorara. Si represamos la tristeza y adoptamos el rol de superhéroe, ella se almacenará en el lado oscuro de la memoria y en cualquier momento se transformará en depresión.

La tristeza también es una forma primitiva, muy eficiente, de comunicar que estamos mal y pedir ayuda. Y digo eficiente, porque la expresión gestual de una persona triste no pasa fácilmente desapercibida. Aquellos que han tenido que convivir con personas depresivas saben a qué me estoy refiriendo. Las manifestaciones corporales de la tristeza son impactantes, además de contagiosas. Una impresionante metamorfosis física acompaña a la persona triste: los ojos se vuelven aguados como cuando un niño tiene fiebre, las comisuras de los labios bajan ostensiblemente, el rostro se desencaja, la postura corporal se vuelve encorvada, cabizbaja y meditabunda, y el trasfondo de la mirada se tiñe de un extraño gris apagado y plomizo, imposible de ignorar. La naturaleza diseñó un mecanismo compartido de impecable maestría para asegurar la restitución de funciones: no solamente inventó el lenguaje de la tristeza, sino que nos equipó con cierta hipersensibilidad para responder a las demandas de ayuda. Una especie de “compasión biológica forzada”.

Si el miedo no está hecho para pensar, la tristeza sí. Cuando ella se activa, inmediatamente dirigimos la mirada hacia adentro y un impulso insistente hacia la autoobservación nos lleva a “pensar sobre lo que pensamos”. Un toque existencial se va apoderando de nuestro software. De un momento a otro, Kafka, Sartre y la poesía nadaísta empiezan a ejercer una singular fascinación nunca antes sentida. En esos días de tristeza y reconcentramiento, desempolvamos los textos de filosofía y sacamos del clóset aquella vieja bufanda de intelectual francés. La tristeza es el telón de fondo de las bohemias trasnochadas y adobadas con bastante licor de mala calidad, es la época en que caminamos pausadamente y nos da por ir a donde el psicólogo a ver qué encuentra (y claro está, siempre encuentra algo). Al lentificarse todos los procesos mentales e incrementarse la auto-consciencia, la tristeza nos permite activar recuerdos que contengan información relevante para resolver problemas presentes y rescatar viejas alternativas de solución.

La mente inventa la depresión

Si bien la mente no es la responsable de todas las depresiones, ya que alrededor de un veinticinco por ciento de ellas se deben a alteraciones bioquímicas, sí es la principal causante. El evento estresante externo debe encontrar vulnerabilidades psicológicas específicas para que germine la depresión; de no ser así, nada pasa. Las predisposiciones psíquicas a la depresión adoptan la forma de teorías o creencias. Si pienso que, “no soy querible”, “soy un inútil”, o, en una versión más musical, “que el mundo fue y será una porquería”, es probable que esté caminando en la cuerda floja. Aunque los pensamientos negativos frente a uno, al mundo y al futuro son los disparadores principales del trastorno, el sujeto depresivo posee un toque de pesimismo radical totalmente desalentador. Una cosa es poner la esperanza en su sitio para que no moleste, y otra muy distinta eliminarla para siempre. Una desesperanza infinita, sin opciones positivas, es lo más parecido al infierno.

Hay personas que poseen el terrible don de ver solamente lo malo, un detector de fallas luctuoso y dis-placentero. No me refiero a la ansiedad que surge de anticipar situaciones amenazantes, sino a encontrar todo el tiempo el punto discordante: un realismo crudo y oscuro. Es la vieja costumbre gramatical de comenzar con un, “Sí pero...” A estos sujetos es mejor mantenerlos alejados, porque además de ser patéticos, todo lo que tocan se opaca. Recuerdo un paciente extranjero que no podía adaptarse al país después de llevar viviendo más de treinta años en él. Cada argumento positivo mío, era rebatido por algún elemento negativo. Si yo trataba de hacerle ver algunas ventajas evidentes de vivir en el trópico, él buscaba lo contrario. Por ejemplo, si yo exaltaba el buen clima, él argumentaba: “Sí, pero el calor a veces es insoportable”; si yo hacía referencia a la exuberante naturaleza, él replicaba: “Sí, pero no soporto los bichos”; cuando le recordaba las playas blancas y paradisíacas, se limitaba a contestar: “Sí, pero están muy lejos”; incluso las consideraciones a favor del estándar de vida alto que llevaba, eran rápidamente desechadas: “Sí, pero de qué sirve tener plata si no hay dónde gastarla”. En una de las citas le sugerí lo que a mi entender pondría punto final a la cuestión: “¿Por qué no vende todo y se va a su país? La vida está hecha para que la disfrute y se sienta bien. No sufra más. En su país usted no encuentra los 'peros' que ve aquí. Lo considera más culto, más tranquilo y organizado. Creo que vale la pena intentarlo. Estamos hablando de la posibilidad de ser feliz... No lo descarte...” Luego de pensarlo algunos segundos, volvió a su inevitable esquema pesimista: “Sí, pero... el invierno es tan duro...” Salir de su depresión implicaba mirar la realidad de otra manera, ser más optimista y dejar de andar al compás de la marcha fúnebre.

La depresión es una fuerte baja en el estado de ánimo (disforia), que genera síntomas motivacionales como ausencia de placer (“nada me provoca”, “la vida no tiene sentido”), síntomas emocionales (tristeza duradera, desamor, llanto, baja autoestima), síntomas físicos (apatía, fatiga, inapetencia o hiperfagia, insomnio, pérdida de peso, baja en la líbido), y síntomas mentales (negativismo, fatalismo, pesimismo, pérdida de atención y concentración). Nada queda en pie. Como un alud, acaba con todo lo que encuentra a su paso.

La depresión no es tristeza, y establecer la diferencia es fundamental para saber cuándo preocuparse. Los siguientes puntos podrán aclarar la cuestión-

  1. En la depresión siempre hay una tendencia al desamor personal y a la baja auto-estima. En la tristeza, a pesar de todo, el sujeto se sigue queriendo a sí mismo.
  2. En la depresión hay un claro sentimiento autodestructivo, que puede incluso llevar a la muerte. Junto con la anorexia nerviosa, es la enfermedad psicológica en que más peligra la vida. La persona triste nunca piensa seriamente en destruirse a sí misma.
  3. La persona depresiva siempre busca la soledad y el aislamiento afectivo. Una profunda decepción por la gente define gran parte de su comportamiento. El sujeto triste busca ayuda, y aunque a veces quiera estar solo, no pierde la capacidad de conectarse afectivamente con los demás.
  4. En el individuo depresivo, el estado de ánimo negativo se sobregeneraliza abarcando todas las áreas de su vida. El sujeto aquejado de la enfermedad lleva la depresión a cuestas durante todo el día y a todas partes, de ahí que su desempeño general se vea seriamente alterado. En la tristeza, aunque el rendimiento disminuye un poco, el individuo puede seguir desempeñándose de una manera relativamente aceptable.
  5. La persona depresiva no suele tener una consciencia clara del porqué de la enfermedad, mientras que la mayoría de los sujetos tristes pueden llegar a identificar claramente la causa de su malestar.
  6. La depresión es más intensa y dura más tiempo que la tristeza. Mientras los síntomas del depresivo pueden durar meses, la tristeza no suele estar presente por más de una o dos semanas.

La depresión psicológica es uno de peores inventos de la mente. Su origen está arraigado en el desamor y la soledad creada por la cultura del abandono. Si durante los primeros años de vida el niño ha establecido vínculos afectivos estables y seguros, creará inmunidad depresiva; si por el contrario, la infancia estuvo matizada por pérdidas y carencias afectivas, será altamente vulnerable a contraer la enfermedad. La depresión psicológica no parece cumplir ninguna función adaptativa para la supervivencia del hombre. Su existencia es el resultado de una clara desviación de la auto-consciencia humana, que mal interpretó el sentido adaptativo de la emoción primaria de la tristeza. La depresión es el luto del alma, el llanto de Dios, y la preocupación constante de un universo que no quiere involucionar, sino avanzar. El único antídoto conocido para destruirla es alegría en grande y amor para convidar.

Para meditar la enseñanza IV. Si la tristeza ha llegado, no la eches a un lado, lee en ella, tradúcela, destápala, y comienza a preguntarte cuál es su mensaje. Puedes estar elaborando inconscientemente una pérdida, necesitando ayuda o tratando de resolver un problema. Si la tristeza te embarga, déjala caminar a tu lado. Dile: “Hola amiga, veo que me vas a acompañar por unos días. Trataré de no pelear contigo para descifrar tu mensaje, pero no molestes demasiado”. Puedes verla como un resfriado o un virus inofensivo que crea defensas a tu organismo. Aprovecha la ocasión para descansar un poco y acercarte a la nostalgia. Rescata los buenos recuerdos, y si vas a llorar, hazlo sin resistencias. Deja que la naturaleza te acurruque e inicie el proceso de recuperación de energía. Si por el contrario, lo que llega a tu vida es la depresión, ¡pelea!, busca ayuda, corre a golpear las puertas del amor, escarba en tu auto-estima, revélate a la muerte, llama a gritos la alegría, pero jamás te quedes quieto. Recuerda que la depresión nunca es normal. Guárdate el orgullo en el bolsillo y pide asistencia profesional. Ante la mínima sospecha, ¡atácala! La depresión es como las termitas, si uno se demora en exterminarlas, la casa se cae desde sus cimientos. Recuerda, la vida es un ser viviente y tú eres parte de ella. No malgastes el privilegio de estar vivo.




Bibliografía:.
Sabiduría emocional. Walter Riso