LA EMOCIÓN DEL AISLAMIENTO Y LA SOLEDAD

Sobre la soledad

Uno de los temas más fascinantes para la antropología ha sido el de los llamados niños salvajes, personas encontradas en total o parcial marginalidad que han atrapado la atención de diferentes disciplinas. De acuerdo con las investigaciones, lo que al parecer ha mantenido con vida a estos niños lejos de otros humanos no sólo ha sido la suerte de conseguir alimento, sino el contacto con otras especies. (Benzaquén, 2006). Es bien conocido que el aislamiento en los primeros años de vida, en el caso de los humanos, ocasiona un daño emocional irreparable, que no es tan determinante cuando este abandono ocurre en cualquier otra etapa posterior de la vida. La hipótesis sobre si existe un periodo específico para la adquisición del lenguaje sigue en debate, y no se ha comprobado que exista un periodo crítico para hacerlo.

El comportamiento humano es el resultado de la compleja interacción entre nuestra morfología y nuestra fisiología, aunque pareciera que es más relevante nuestra convivencia y cercanía con miembros de nuestra especie que las dos anteriores, en términos de comunicación. La plasticidad o adaptación humana a esta circunstancia de aislamiento nos plantea de nuevo la dicotomía clásica tantas veces abordada por la antropología física, naturaleza-cultura.

Casos documentados han pasado a la historia de la ciencia en un intento de elucidar lo que estos personajes nos dicen sobre el discurso de dicha dicotomía.

En varios aspectos, los niños han sido el pretexto para el análisis del intercambio intelectual que los rodea y por lo general estos tipos de investigación se han enfocado en casos ejemplares tratando de explorar a fondo las implicaciones cognitivas de situaciones de aislamiento (Davis, 1940).

En el pasado, Linneo, en la doceava edición de su libro clásico Systema nature (1766), divide el género Homo en dos subgéneros: Homo nocturnus, refiriéndose a los chimpancés, orangutanes y otras criaturas antropoides que habían sido vistas por los primeros exploradores de África y Asia, y Homo diurnus, que comprendía tres especies:


— Homo sapiens, distinguido por su piel y temperamento.
— Homo monstrosus, que no eran otros que personas con acondroplasia, acromegalia, esteatopigia, o algún tipo de trastorno mental.
— Homo ferus, que incluye clasificaciones muy específicas de niños ferales, como Puella campanica (Douthwaite, 1994), la chica salvaje de Champagne, Francia, encontrada en 1731 y de la que es de destacar que su atractivo y valor de novedad radicaban en su potencial para perturbar las normas del físico femenino de la época y que contrastaba con el comportamiento educado en una sociedad que se enorgullecía por su pulcritud y modales refinados. Sobre esta chica, Linneo y Buffon discutían la conveniencia de “educarla”, ya que al encontrarla estuvieron de acuerdo en declararla muda e ignorante, arquetipo aconsejable para una mujer

Me resulta curioso encontrar frecuentemente en los registros médicos y los relatos sobre cómo tratar con este tipo de condición, que tanto pedagogos, médicos y psicólogos, que aparentemente tenían como objetivo sanar e investigar a estos niños o adolescentes, que el propósito principal más importante se tornará en el de doblegar las conductas “salvajes” y socializar, a cualquier costo, a estas criaturas ahora más desafortunadas que antes, ante la cruel imposición de normas estrictas, como si la cercanía con nuestra animalidad perturbara las mentes privilegiadas y cultas.

Me parece inevitable relacionar lo anterior con el pensamiento de rechazo y resistencia que se expresó en la época en que Darwin publicó El origen del hombre… ¿Qué es lo que inquietó tanto sobre nuestra naturaleza? ¿Qué tanto ha cambiado nuestra percepción sobre esta cercanía?

Basándome en un trabajo de investigación para observar las reacciones y documentar las expresiones, tanto verbales, como corporales que tenemos los humanos al presenciar a otros primates en cautiverio como los chimpancés y orangutanes (Vieyra, 2011), podemos dar cuenta de que las similitudes que compartimos son recibidas con aversión o burla en la mayoría de los casos. Las expresiones verbales registradas en ese trabajo parten primero de una absoluta identificación de actividad o actitud (similar o igual a la que los humanos realizan), seguidas inmediatamente de una descalificación y una notable necesidad de expresar las diferencias que nos separan. Tradicionalmente, en los intentos por definir qué significa ser humano, los filósofos se han referido a características tales como la racionalidad, libre albedrío, lenguaje, cultura, creatividad o elaboración de estructuras políticas para distinguir a los humanos de otros seres vivos. En este largo andar, los intentos de separar a los humanos tajantemente del reino animal han fallado. Las emociones han sido ignoradas con el argumento de que los humanos las comparten con muchos otros animales. Como resultado de este descuido, se ha pasado por alto lo esencial que las emociones resultan para nosotros.

Así, la veracidad de los informes sobre estos niños después de haber sido supuestamente criados por animales de otra especie y de comportarse como salvajes, puede en parte dudarse debido a la voluntad narcisista de reconocer la inquebrantable naturaleza humana. En el contexto del siglo XVIII los reportes de estos niños anteriores a Víctor de Aveyron 1 sugieren especial atención a la narrativa de esta época y al atractivo del niño salvaje como sujeto de la misma para la estructuración de los debates que florecieron alrededor de su naturaleza humana (Rymer, 1999).

En 1949, Levi-Strauss en el capítulo “Naturaleza y cultura”, se pronunció sobre la pertenencia de utilizar a estos niños para pensar en los límites de la condición humana alternativa, basándose en que la posible realidad de estos niños es no haber sido criados por animales sino, que al nacer o al poco tiempo (suficiente para notar alguna anormalidad en su comportamiento o apariencia fisca) fueron abandonados a causa de alguna condición anómala, por lo que era imposible buscar en ellos los vestigios del hombre natural. Y cito:

Al contrario de lo que sucede con animales perdidos o aislados, que vuelven al comportamiento natural que fue la de la especie antes de la de la domesticación, nada semejante puede ocurrir en el hombre, ya que en su caso no existe comportamiento natural de la especie al que el individuo aislado pueda volver por regresión.

Por otro lado, la sociología (Ogburn, 1959) y un sector de la medicina occidental han demostrado con éxito en casos más recientes, coincidiendo con Levi-Strauss, no haber encontrado pruebas sólidas de animales como padres adoptivos, otorgándole el crédito a nuestra gran capacidad de adaptación y plasticidad para la sobrevivencia, sin lograr recuperar la misma condición humana o capacidad de relacionarnos con los otros que pudiera haberse desarrollado. Algunas condiciones diferentes, como el autismo, han sido útiles para abordar este fenómeno, ya que el comportamiento de varios de estos niños rescatados se parecía mucho a la de los casos de autismo infantil severo con rasgos y hábitos aparentemente animales —como los que actualmente se están tratando y estudiando en la Universidad de Chicago. Reportes de esta Universidad mencionan que se ha demostrado que niños autistas pueden parecer salvajes en pocos minutos partiendo de estas tres características: pelo enmarañado por ellos mismos, sonidos guturales y episodios de ausencia al estar alejados de sus médicos, tutores o de cualquier otro tipo de vigilancia. Después de todo… ¿Quién es él mismo cuando nadie está observando?

Lamentablemente, estos niños han seguido apareciendo con una vergonzosa frecuencia, no en el bosque, no en pueblos bucólicos, ni siquiera a la puerta de algún orfanato, sino que actualmente se reportan casos de niños sobreviviendo solos en departamentos abandonados, o en el interior de casas habitadas por personas “civilizadas” de la misma familia que los pequeños (Curtis, 1974).

Entonces, si una parte importante de nuestra humanidad se basa en el contacto con otros humanos, podría parecer contradictorio lo atractivo que resulta experimentar la emoción de alejarnos y aislarnos voluntariamente.

Quizá esto apela a una de nuestras más secretas y oscuras fantasías de escape que contrastan en gran medida con la vida tan “estructurada” y vigilada que llevamos, o también revelan nuestra fascinación y paranoia con respecto a nuestro lugar en el orden natural. La sensación de que estamos altamente avanzados como humanos y que sólo podríamos regresar a un estado bestial en circunstancias extremas o forzadas, probablemente haga tan atractivo para algunas personas aislarse repentinamente, acariciando la idea de que todos somos esencialmente animales salvajes.

En el libro Realidad del alma, Jung propone que en el mundo primitivo todos los hombres poseían una especie de alma colectiva, pero con el pasar de los años surgió un pensamiento y una conciencia individual. Frente a ello, gracias a biólogos evolucionistas y sus investigaciones, Turner nos explica que no fue así precisamente…

El aparente distanciamiento del mundo sociocultural de la biología humana, para dar cuenta de la interacción y la organización entre humanos, es una fantasía que crece al querer basarse sólo en lo social para explicar a las emociones. Nuestra neuroanatomía homínida y más específicamente, la interacción y organización están determinados en gran medida por un legado biológico. Parto aquí de que las capacidades para el pensamiento, la razón y la emoción son posibles gracias a estructuras anatómicas que facilitaron la adaptación a nuestros ancestros primates.

Hace dieciséis millones de años, cuando ya había aparecido la taxa Hominoidea y tanto monos como simios compartían el hábitat arbóreo, ocurre una radiación adaptativa y los monos proliferan más que los simios.

Ya que competían por comida, y los monos fueron más eficientes cuando incrementaron sus capacidades y habilidades para alimentarse , con esta nueva adaptación de los monos, los simios tuvieron menos acceso a los árboles, modificándose así no sólo la anatomía homínida, sino que los llevó a desarrollar comportamientos diferentes que posteriormente moldearían la dinámica de la estructura social humana .

Según Maryanski (2008) el último ancestro común de los simios y los humanos probablemente tenía pocos lazos fuertes, el único era quizá el que se establecía entre madre y cría. Por lo tanto, si los ancestros de los simios fueron así, es razonable pensar que nosotros, los humanos, todavía tendemos a este comportamiento en cierto grado. Este es un argumento que se contrapone al de que la sociabilidad es innata en los humanos.

Turner menciona que la propensión de nuestros ancestros a convivir tiene profundas consecuencias de cómo debemos pensar las emociones humanas y sus efectos en el comportamiento. Así, los simios revelan considerablemente más grados de libertad, individualismo, movilidad y autonomía que los monos. Turner y Maryanski (2008) especulan que la formación de patrones de lazos en los grandes simios sugiere comunidad como la unidad de la organización, pero no comunidad en el sentido romántico que muchas veces percibo de la sociología, quienes parecen lamentar el declive de la cohesión y la solidaridad.

Pensemos que los lazos fuertes van en contra de nuestro legado primate y que, por otro lado, en estos nichos los homínidos que lograron establecer lazos más cercanos o fuertes tuvieron ventajas en contra de los depredadores, por ejemplo. Turner sugiere que esta pueda ser la clave para entender por qué los humanos son más emocionales.

Hoy todavía conservamos una propensión ancestral al individualismo; tenemos un grado de autonomía que muchas veces no ponemos en práctica.

Sabemos que la soledad prolongada trae problemas de salud relacionados con un amplio rango de funciones cotidianas como patrones de sueño, distracción y complicaciones en el razonamiento verbal (Cacioppo y Patrick, 2008). Los mecanismos detrás de estos efectos aún no están claros, aunque lo que se sabe es que el aislamiento social desata una respuesta inmune que propicia una cascada de hormonas del estrés. Esto pudo haber sido benéfico para nuestros ancestros, cuando estar aislados del grupo conllevaba grandes riesgos físicos, pero para nosotros, al parecer, el resultado es dañino.

Tenemos, en contraste, las llamadas fantasías de escape o viajes de frontera, a los que muchas personas recurren en la actualidad, que no se trata de un tipo de aislamiento voluntario que muchos de nuestra especie ejercitan y disfrutan; son el objetivo principal de alejarse no sólo de las demás personas, sino del entorno cotidiano y reconocible. Algunas de estas experiencias incluyen inmersiones en el mar, vuelos en globo, alpinismo y para quien puede pagarlo viajes al espacio. Lo que los practicantes de estas experiencias reportan es que obtienen un gratificante sentido de libertad, y la novedosa sensación de autosuficiencia en entornos remotos, particularmente durante la experiencia de viaje de frontera en solitario, en el que el individuo es obligado a tomar decisiones, sin tener que recurrir a nadie más (Laing y Crouch, 2009).

Según los reportes de las personas que lo experimentan, se presenta una agudización de los sentidos; por ejemplo, han llegado a confundir el estruendoso aterrizar de un helicóptero con el latido de su propio corazón; ésta, de alguna manera, es una forma más de buscar la otredad que siempre ha formado parte de nuestra esencia. La percepción del tiempo parece también verse afectada; experimentan periodos de tiempo en apariencia muy largos, que son en realidad tan solo pocos segundos. Es interesante encontrar que en los testimonios de la mayoría de los que han podido experimentar estos viajes se encuentra una constante: lejos de sentir deseos de regresar, les es difícil, después de estar aislados, compartir su vida incluso con las personas con las que acostumbraban habitar. ¿Es responsable la emoción de la soledad o bien la tentación de sentirse aislado lo que nos distingue? Quizá seamos los únicos animales capaces de disfrutar esa emoción cuando hemos elegido experimentarla o simplemente cuando sabemos que tenemos el control de terminar con ella. Para Cacioppo y Patrick (2008) sentirse solo quizá sea una emoción exclusiva de los humanos, en el sentido de que nos “duele” sentirnos solos. En pruebas de resonancia magnética se muestra que la región que se activa cuando experimentamos rechazo es la misma región (corteza cingulada anterior) que registra las respuestas emocionales al dolor físico. El descubrimiento de que el sentimiento de sentirse rechazado socialmente y el dolor físico comparten la misma región sugiere por qué una vez que la soledad se vuelve crónica no se puede escapar de ella tan fácilmente. Por ello, aunque algunos humanos elijan aislarse y experimentar sensaciones placenteras, el dolor de la soledad es una herida profunda de la que nuestra especie no se puede salvar.



Fuente: extarído dwel del PDF : emociones perspectivas antropológicas Desde página119 a la 120.