A PESAR DE SU INEVITABILIDAD, ¿SERÁ QUE LA MUERTE SIEMPRE DUELE? REFLEXIONES SOBRE LA PREHISTORIA EUROPEA

¡Miseria y nada más! Dirán al verte los que creen que el imperio de la vida acaba donde empieza el de la muerte […]
Manuel Acuña, Ante un cadáver


Manuel Acuña continúa su poema hablando sobre la transformación que, tras la muerte, sufre la materia que conforma el cuerpo humano y que hace que lo que era cuerpo se convierta en tierra por el poder de la lluvia y el verano, y que al ser tierra alimente desde la raíz el grano de trigo que vuelve a la mesa del ser amado, quien sin encontrar un pan sueña con aquel o aquella, cuyo cráneo ahora da flores en lugar de pensamientos. Pero la muerte, no sólo trae vacíos y lágrimas, también inunda de recuerdos y deja a los vivos la tarea de dar un lugar a los muertos.

El lugar y las condiciones en que un cadáver es colocado, así como los objetos que lo acompañan pueden darnos alguna idea del significado no sólo del individuo para su grupo, sino también de la muerte como hecho en una comunidad determinada. Las diferencias en el trato a los muertos pueden ser resultado de las condiciones medioambientales y la cultura: clima, orografía, creencias religiosas, rol social del difunto, participantes en las prácticas funerarias, entre otras.

Como dice Morin (1999: 23), el que no se abandone a los muertos implica su supervivencia; la conservación del cadáver, una prolongación de la vida y las prácticas funerarias expresan el carácter social que el cadáver humano ha adquirido desde que dejó de ser un simple desecho.

Louis-Vincent Thomas (1989) refiere a la muerte como acumulación y ruptura. Acumulación porque los átomos y las moléculas de los que estamos constituidos los seres vivos han formado parte, en otro tiempo, de otros organismos y a nuestra muerte formarán parte de otros seres. Ruptura porque cesa la vida: los procesos biológicos que nos animan.

Como ruptura es la peor y más angustiante comparada con el nacimiento, el sueño y el viaje, pues nos deja un símbolo de la ausencia, el cadáver. El nacimiento es doloroso, pero trae consigo la alegría de una vida que comienza, el sueño nos otorga el descanso, y el viaje el consuelo por la esperanza de volver algún día; pero la muerte no denota ni alegría, ni descanso, ni retorno en sí misma. Sin embargo, desde algunas creencias se le refiere como el nacimiento a una nueva vida, el descanso eterno o como paso necesario para la resurrección, para el retorno al final de los tiempos (Thomas, 1989).

Desde esta perspectiva, en que morir implica el cese de la existencia, ¿podríamos pensar que al ser una pérdida, siempre debe haber un sentimiento de dolor? En realidad, ¿será que la muerte siempre duele?

MIRANDO AL PASADO DESDE EL PRESENTE. EL PALEOLÍTICO SUPERIOR NOREUROPEO Y LOS ACTUALES CAZADORES SIBERIANOS

Durante el Paleolítico, las complicadas condiciones ambientales y los pocos recursos existentes en el centro y norte de Europa hacían de los humanos cazadores especializados en una o dos presas que los proveían de todos sus recursos. Por ejemplo, a los cazadores de renos magdalenienses su presa les proveía de grasa para el fuego, carne para alimento, tendones e intestinos para coser, piel para vestidos y tiendas, huesos para armas y herramientas, dientes para adorno y legumbres frescas del estómago del animal recién cazado (Bosch-Gimpera, 1975: 55; Honoré, 1984: 227).

Esta relación tan estrecha entre el ser humano y el reno, hizo que el primero se adaptara a las costumbres del segundo, por ello los humanos viajaban siguiendo a los renos al norte en verano y luego volvían tras ellos al sur en otoño. Esta fuerte dependencia del cazador hacia su presa podría ser la razón por la que los cazadores de Meiendorf y de Arensburg, en Alemania, depositaran renos en un lago, como posibles ofrendas al espíritu de su presa principal: el reno (Froncek, 1980: 35-36).

Esta idea se apoya en las prácticas de cazadores-recolectores contemporáneos como los cazadores siberianos, quienes tienen por presas al alce, al reno salvaje y al oso. Entre estos grupos, nos dice Roberte Hamayon (2011: 41), el vocablo que refiere a la “muerte” sólo se utiliza para enemigos y para especies perjudiciales. Los cazadores nunca hablan de asesinar o dar muerte a una presa, pues la caza es concebida como un intercambio en la que el animal cazado se da al cazador, a cambio de que éste en algún momento entregue una vida, que puede ser la suya o la de otro miembro del grupo.

Bajo esta perspectiva, el asesinato arruinaría la relación de intercambio e implicaría para el espíritu de la presa una necesidad de venganza. Para evitar esta situación, los cazadores realizan ritos en los distintos momentos de la cacería, para obtener la autorización del espíritu de la presa y poder hacerse de los ejemplares necesarios para la sobrevivencia, ya que si el espíritu se enfada puede provocar que el animal a cazar no aparezca ante su cazador

Hasta este punto, y siguiendo la propuesta de Hamayon, podemos decir que hay una negación de la muerte, al menos como un cese de la vida. Para los cazadores, ni los animales ni los humanos mueren, sólo transitan, se entregan unos a otros en un intercambio necesario para mantener activo el ciclo de la vida, donde el ser humano se alimenta de la carne del animal cazado y el espíritu de éste de la carne del humano cuando le llega el momento de abandonarla.

Si bien este caso nos da elementos para acercarnos a la mente del cazador paleolítico, es importante no pasar por alto la distancia histórica y espacial que separa a un grupo de otro. De hecho, los cazadores siberianos consideran que el alma radica en los huesos, por eso los huesos largos y el cráneo del animal cazado son sometidos a rituales mortuorios similares a los de los restos humanos, mientras que en Meiendorf, durante el Paleolítico Superior, depositaban los renos completos en los lagos, no sólo los huesos (Honoré, 1984: 357).

En este punto cabe preguntarse, si este cese de las funciones vitales, visto como un intercambio cíclico necesario para la subsistencia y no como el fin de algo, ¿producirá dolor en los allegados, y si duele, dolerá igual la muerte de una presa que la muerte de otro ser humano? ¿Los ritos mortuorios, similares a los que son sometidos los restos de los animales cazados y los humanos, implican necesariamente un mismo significado y un mismo sentimiento?

EL NEOLÍTICO: LA REVOLUCIÓN QUE MODIFICÓ LAS FORMAS DE VIDA Y LAS CREENCIAS

Las nuevas formas de subsistencia que se desarrollaron en el Neolítico estuvieron acompañadas de nuevos valores espirituales: si la sobrevivencia del grupo ya no depende por completo de una sola especie animal, ésta pierde importancia en la mente humana. Los ritos ya no propician el bienestar del espíritu de las presas, y en su lugar se busca agradar a las fuerzas que rigen la tierra, el sol, el viento y el agua (Denell, 1987: 201; Bosch-Gimpera, 1975: 112; Maringer, 1989: 185).

Asimismo, la mayor cantidad de trabajo que exige la agricultura (preparación de la tierra, siembra, deshierbe, irrigación ocasional, cosecha y barbecho) y la ganadería (atención y protección del ganado, desplazamiento a los puntos de agua y alimento) debió dotar de mayor importancia a los seres humanos con quienes se comparte el tiempo, el espacio, el trabajo y los riesgos.

Bajo esta perspectiva, Fernández (2007: 192, 255) considera que la familia, entendida como la tribu, adquiere una gran relevancia, pues entre más grande, más alianzas matrimoniales se pueden hacer y más brazos se acumulan para el trabajo de cultivo de semillas y crianza de ganado. Por tal razón, el poder no se adquiere por herencia sino gracias a las alianzas matrimoniales que aumentan la capacidad productiva.

Además, la agricultura, al ser una actividad que implica cultivar hoy para cosechar después de algún tiempo, da importancia a los antepasados. Los descendientes de un linaje se saben beneficiados del trabajo de los que estuvieron antes que ellos y reconocen que las generaciones posteriores se beneficiarán del trabajo que ellos realizan ahora (Denell, 1987: 201; Bosch-Gimpera, 1975: 112; Fernández, 2007: 192, 255).

En este sentido, los muertos van ganando terreno a un punto en que las estructuras mortuorias reciben una mayor inversión de trabajo en su edificación y expresión artística que la dedicada a las moradas de los vivos. Los megalitos, empleados en muchos casos para entierros colectivos, son una muestra de ello; su construcción requiere de una cantidad considerable de trabajo que no se observa en la construcción de las áreas de habitación de los vivos (Maringer, 1989: 212-214).

Si bien estas construcciones parecen iniciarse con el Neolítico, hacia el cuarto milenio a.n.e., en la medida en que se desarrollan la agricultura y la ganadería, va disminuyendo no sólo su construcción sino su uso, y van cediendo terreno a los entierros individuales introducidos por las culturas de la Cerámica Cordada y la Campaniforme durante el tercer milenio a.n.e. (Maringer, 1989: 212; Fernández, 2007: 185; Champion, 1988: 237).

Los entierros individuales de la Cultura de la Cerámica Cordada son acompañados de ajuares funerarios según el sexo y el grupo de edad. Entre estos bienes la cerámica guarda restos de hidromiel y se encuentra asociada a hachas de combate de piedra, que imitan las hachas metálicas de la región Balcánica. Ambos elementos se han considerado indicadores del estatus de los individuos. Por su parte, los entierros de la Cultura Campaniforme incluyen objetos metálicos ornamentales de cobre y plata, y armas de cobre. Tanto en la Cultura de la Cerámica Cordada como en la Campaniforme, los entierros masculinos incluyen piezas cerámicas para servir líquidos (Champion, 1988: 222-237; Fernández, 2007: 218).

Sin lugar a dudas, el paso de los entierros colectivos a los individuales con ajuares funerarios de acuerdo con el sexo, la edad y el estatus social son indicadores de un nuevo cambio de visión del mundo. Autores como Fernández (2007: 159,172) consideran que las construcciones de megalitos no sólo hablan de la supremacía del mundo de los muertos sobre el de los vivos, sino también de esa creciente desigualdad que anuncia el fin del Neolítico y el inicio de la Era de los Metales.

El paso del Paleolítico al Neolítico con sus consecuentes cambios en las formas de ver el mundo y la instauración de las nociones de familia, propiedad y antepasados, ¿en qué medida cambiaron las concepciones en torno a la muerte? ¿En estas nuevas sociedades dolía igual la muerte de un adulto que la de un niño?

LA ERA DE LOS METALES Y LA DESIGUALDAD EXPRESADA EN LOS AJUARES FUNERARIOS

La Era de los Metales inicia formalmente con la Edad del Bronce y se caracterizó por la elaboración de herramientas, armas y ornamentos con metales y por la constitución de jefaturas a partir de individuos o familias que lograron acumular excedentes alimenticios que intercambiaron con otros grupos, por alimentos distintos o por objetos novedosos hechos de metal, principalmente de Bronce. Dichos objetos comienzan a enriquecer y diferenciar los ajuares funerarios (Fernández, 2007: 237-238).

Si bien la muerte no hace distinción entre esclavos y señores, nos dice Acuña en su poema, algunas prácticas mortuorias de la Era de los Metales sí marcan las diferencias. Los túmulos del Bronce Medio no sólo denotan la última morada de un personaje importante, sino las diferencias entre los miembros de la élite, como muestran los entierros de las mujeres de Skrydstrup y Egtved, del siglo XIV a.n.e.

La mujer de Skrydstrup fue enterrada con una blusa de lana tejida —de manga corta— con bordados en las mangas y el escote; la mitad inferior de su cuerpo estaba cubierto por un paño que se ceñía a su cintura y la cubría hasta los pies. Además, llevaba un elaborado peinado que fue cubierto por una red hecha con cabello de caballo y un bonete de lana. Esta mujer portaba un par de pendientes en espiral elaborados con bronce (NationalMuseet: “The woman from Skrydstrup”).

La chica de Egtved llevaba puesta una túnica corta y una falda hecha de cordones; sobre su estómago reposaba un disco de cintura y del cinturón pendía un peine hecho de cuerno. También usaba un par de pendientes de bronce, además de un par de brazaletes. Las características de su vestimenta hacen pensar que pudo ser una bailarina (NationalMuseet: “The Egtved girl”).

Tanto los objetos que conforman la riqueza material, los ritos funerarios y las ofrendas nos hablan de grupos sociales con diferencias entre sus individuos, las cuales debieron surgir no sólo por la acumulación diferencial de excedentes sino por la diferencia en las actividades que realizaban. En los dos casos que abordamos nos referimos a mujeres jóvenes de la Edad del Bronce en Dinamarca, pertenecientes a la élite danesa, pues ambas fueron inhumadas en ataúdes de roble bajo túmulo, cuyas diferencias en el ajuar funerario pueden ser resultado de las actividades a las que cada una se dedicaba.

A finales del segundo milenio a.n.e. (hacia el año 1000 a.n.e.) en la Europa Central apareció un nuevo rito funerario que implicó la cremación del cadáver, la introducción de las cenizas en una urna cerámica y su depósito en una fosa junto a otras urnas parecidas. La Cultura de los Campos de Urnas se caracterizó por formar grandes necrópolis, pero con ajuares modestos (Fernández, 2007: 242-243).

Alrededor del 700 a.n.e., la homogeneidad cultural establecida en los ritos mortuorios por la Cultura de los Campos de Urnas se rompe y aparecen en el centro europeo inhumaciones bajo túmulo, en cámara de madera y con un carro de ruedas. Más tarde, entre el 400 a.n.e. y el año 50 de nuestro tiempo, las necrópolis se diversifican y muestran inhumaciones e incineraciones; sin embargo, hay elementos comunes que permiten generar puntos de unidad, como la presencia de armas en los ajuares masculinos y de joyas en los femeninos (Champion, 1988: 362 y 392).

Los objetos incluidos en los entierros de la Edad del Hierro hablan no sólo de las formas de vida de las distintas regiones, sino de las relaciones humanas existentes. Por ejemplo, un elemento que se vuelve común en estos ajuares mortuorios es la mesa de servicio para fiestas y banquetes. El valor de estas mesas radica, según los expertos, en la importancia brindada a las alianzas, las cuales se conseguían o reforzaban no sólo con regalos costosos sino ofreciendo grandes banquetes en honor de los aliados y todos esos elementos terminaban formando parte de los ajuares funerarios de la élite (NationalMuseet: “The network of power”).

¿La diferenciación social que trajo consigo la ideología de la Era de los Metales hizo que la muerte de ciertos miembros de la sociedad fuera más importante que la muerte de otros? ¿Si quien muere es una figura relevante, su muerte duele más que la de cualquier otro individuo?

LA EDAD DEL HIERRO Y LOS CUERPOS PRESERVADOS EN TURBERAS

A inicios del primer milenio a.n.e. comienza un deterioro climático que se recrudece hacia mediados de dicho milenio y hordas de migrantes abandonaron sus tierras en el norte de Alemania y Dinamarca, y viajaron por el centro y oeste europeo en busca de nuevos terrenos que aseguraran su sobrevivencia. Además, hacia finales del primer milenio, el Imperio Romano inició un periodo de expansión desde sus territorios en el Mediterráneo hacia el norte del continente, lo que resultó en la conquista de sus vecinos “los bárbaros” (Champion, 1988: 365 y 419-420).

Ante tal panorama, los grupos humanos instalados en regiones aún cultivables desarrollaron diversas estrategias agrícolas y los migrantes buscaron instalarse en territorios favorables para esta actividad productiva. Además, se promovió el desarrollo ganadero y otras actividades económicas, incluida la explotación de especies acuáticas y la recolección de frutos y vegetales (Champion, 1988: 364-366; Fernández, 2007: 255; NationalMuseet: “Living Conditions in the Iron Age”; Bernárdez, 2002: 53-54).

Por otro lado, el clima cada vez más frío no sólo trajo escasez de alimento, también aumentó la incidencia de enfermedades y los índices de mortalidad. Estas condiciones, resultaron —para las culturas del centro y norte de Europa— una amenaza tal a su existencia, que más allá de las estrategias generadas para no depender completamente de lo que el medio ambiente biológico podía brindarles, no dejaron de recurrir a las fuerzas que regían la naturaleza. Tales condiciones de vida se reflejan en el empobrecimiento de los ajuares funerarios de la época —sobre todo en la región germánica— y en el incremento de depósitos de cuerpos humanos en turberas (NationalMuseet: “Living Conditions in the Iron Age”; Hubert, 1955: 84).

Para este momento, la relación dioses-seres humanos era de tipo contractual, donde una de las partes entregaba un beneficio a la otra a cambio de algo. Los seres humanos podían ofrendar en las turberas leche, mantequilla; cuencos y platos con alimentos, semillas, sandalias u otros objetos como pago anticipado para obtener periodos de fertilidad, para aumentar la productividad de las tierras y del ganado, o bien, para agradecer a los dioses las bondades de la naturaleza.

Algunas veces, estos objetos depositados en las turberas y otros cuerpos naturales de agua eran rotos o sometidos a tratamientos para quedar inutilizables, es decir, eran sacrificados. Asimismo, los botines de guerra, incluso con todo y embarcaciones, objetos metálicos, trenzas, restos de otras especies animales y seres humanos fueron sacrificados y colocados en las turberas noreuropeas (Bernárdez, 2002: 115; Champion, 1988: 384, 423; Green, 2001: 80, Pringle, 2002: 119).

Por las características de los cuerpos, se ha inferido que en algunos casos son sacrificios. Entre éstos hay quienes perecieron ahorcados o estrangulados, algunos más desangrados a causa de los golpes recibidos. Estas características han hecho pensar que estos cuerpos pertenecieron a seres que fueron ejecutados por faltar a las normas del grupo social. Argumento apoyado, en la ausencia de ropa y pertenencias en varios restos. Hoy sabemos que algunos de estos cuerpos no fueron colocados desnudos en la turba, sino que pudieron ir vestidos con prendas de tejidos vegetales, que fueron degradados por la acidez del pantano.

Ante condiciones tan complicadas como las de mediados del último milenio a.n.e morir por una enfermedad, en un campo de batalla o durante una migración por los estragos de un viaje con un destino incierto debió ser común para las culturas del centro y norte de Europa, pero morir sacrificado y que los restos mortales, en lugar de ser depositados en una necrópolis, fueran colocados en una turbera, sin lugar a dudas era un rito reservado para casos excepcionales. Si las turberas eran espacios para realizar ofrendas de diversa naturaleza, la presencia de cuerpos humanos parece no escapar a esta posibilidad.

¿La muerte de un individuo que ha sido sacrificado duele igual que si su muerte hubiese sido convencional? ¿Si se sacrifican lo mismo objetos que seres vivos, el significado de la muerte es similar en todos los casos?

REFLEXIONES A MANERA DE CONCLUSIÓN

Muerte como transición, entierros colectivos bajo túmulo, entierros individuales, incineración; inclusión de objetos personales, de armas y joyas, de carros con ruedas y mesas de servicio son todos ejemplos de las características del tratamiento mortuorio del cadáver y el ajuar funerario. Los cambios en estos elementos hacen pensar que los significados de la muerte también cambiaron y que las modificaciones las vemos en la forma en que los vivos dan un lugar y hasta una ofrenda a los que se han ido.

¿Cuál es la razón de esos cambios de visión? Al final, el cadáver no es más que un cuerpo inerte, que por razones sanitarias debe separarse del lugar donde habitan los vivos, pero —al parecer— la separación está rodeada de múltiples simbolismos.

Desde los planteamientos de Louis-Vincent Thomas (1989) la ruptura es lo que conlleva a la angustia, pues en la muerte deja al cadáver. Este cadáver, entonces, es el símbolo de la pérdida: de quien ya no está y no volverá. Bajo esta visión, el dolor a la muerte está vinculado directamente a la noción de pérdida. La muerte que duele, es la que me hace saber que he perdido a alguien.

En el caso de los cazadores siberianos la muerte implica romper con la transición, de ahí que matar a la presa es asesinarla; entonces su noción de muerte no está vinculada al cese de las funciones vitales, como la definimos las sociedades contemporáneas desde la perspectiva biológica; para ellos cazar es intercambiar la vida de un organismo, hacerla transitar, pues si esta vida se interrumpe conlleva a la venganza.

Entonces para los siberianos, cazar no es matar, y los seres humanos tampoco mueren, sólo transitan. Desde esta perspectiva, parecería que “el tránsito” de un ser querido no debe doler, puesto que no se vincula a la pérdida. Sin embargo, hace falta profundizar en las nociones de los cazadores siberianos para saber si la ausencia de alguien cercano no causa dolor sólo porque se piensa que no ha muerto, o si el sentimiento de pérdida y dolor que se produce se adquiere con la sensación de ausencia.

En ese sentido, si la ausencia de un ser cercano o querido es el que causa dolor, es probable que duela menos la ausencia de una presa que la de un miembro del grupo. Por otro lado, si la ausencia no causa dolor, entonces ver que una presa ha sido asesinada (es decir, que murió sin los ritos que favorecen el tránsito, se ha perdido) podría causar más dolor que la ausencia de un miembro del grupo.

Frente a esta reflexión, un punto más que no hay que pasar por alto, para el caso de Siberia, son las similitudes en los ritos mortuorios a los que se someten los restos de los animales cazados y los de los humanos, pues cabe preguntarse si un mismo rito significa necesariamente un mismo sentimiento frente al rito. Es posible que sí, aunque el sentimiento que mueva dichos ritos quizás no sea el dolor sino el temor a que si no se realizan, el organismo no transite, muera y entonces busque venganza.

Para el Neolítico, la noción de familia y de propiedad debió llevar al sentimiento de que hay algunas personas más cercanas a mí y otras que no lo son tanto. Las que son parte de mi familia, al morir merecen un lugar donde morar digno de la importancia que tienen en mi vida, pues mi existencia y lo que tengo se lo debo a ellos, a su trabajo. Esta puede ser la razón por la que los túmulos fueron al principio entierros colectivos, es decir, en un solo lugar establezco la morada de mis antepasados.

Con el tiempo, la diferenciación de los individuos a partir de su papel en el grupo familiar empezará a marcar la necesidad de que algunos reciban entierros individuales como una forma de diferenciarlos para resaltar su importancia dentro del grupo. Y esas diferencias podrían estar marcadas por el sexo y la edad. Ante esta situación hay que reflexionar sobre esto: ¿qué muerte puede doler más, la de un adulto en edad productiva o la de un niño que requiere cuidados?

Desde la noción de que el dolor ante la muerte está vinculado a la pérdida, podríamos decir que duele más la muerte de un adulto, pues la ausencia no sólo deja un vacío en sus seres cercanos con los que ha compartido más tiempo de existencia que un niño o un bebé, también los priva de la posibilidad de obtener mayores recursos para su subsistencia, por lo que la sensación de pérdida se magnifica.

Sin embargo, en opinión de un agente funerario, duele más la pérdida de un bebé:

El adulto ya vivió, ya disfrutó, ya lo tomó y es más a la ligera. El dolor que tiene la familia es más cuando tiene un bebé, ¿por qué un bebé? Porque al bebé lo esperas, lo anhelas y que no se logre es cuando más destroza a una familia. El adulto no, ya sabías que tenía una enfermedad y que en un tiempo fallecería...

En el caso de los niños, por ejemplo, el dolor que refiere el agente funerario se relaciona justo con la idea de ruptura de la que nos habla Thomas (1989), pues el nacimiento, concebido como una ruptura dolorosa que se alivia con la llegada de una nueva vida, se ve pronto sin consuelo cuando ese nuevo ser no logra vivir más que unos días, unos meses o quizás algunos años, entonces los familiares deben enfrentarse a una doble ruptura: la del nacimiento y la de la muerte, quizás por ello la muerte de un bebé o un niño es más dolorosa que la de un adulto.

La valoración que hace el agente funerario en cuanto a que el dolor por la muerte de un bebé es mayor que la muerte de un adulto, puede partir más que de la sensación de ausencia por el tiempo compartido, de la pérdida de algo que anhelabas y del tiempo que llevabas construyendo ese deseo. Sin embargo, el dolor que puede causar la muerte de un adulto o de un infante responde a múltiples factores, y no se debe descartar que las condiciones históricas, sociales y culturales influyan sobre ese sentimiento.

Por ejemplo, en el México contemporáneo tenemos en años reciente la muerte de los niños de la Guardería ABC y la desaparición (y para algunos la muerte) de los cuarenta y tres estudiantes en Iguala, Guerrero. Si uno le pregunta a la sociedad mexicana qué pérdida le duele más, las respuestas van a estar mediadas por los intereses de las personas, por la capacidad de identificación con los padres de las víctimas y con las víctimas mismas, por las causas que condujeron a esas pérdidas, más que por el simple hecho de si son jóvenes, niños o adultos, si son muchos o pocos.

Por ejemplo, en el México contemporáneo tenemos en años reciente la muerte de los niños de la Guardería ABC y la desaparición (y para algunos la muerte) de los cuarenta y tres estudiantes en Iguala, Guerrero. Si uno le pregunta a la sociedad mexicana qué pérdida le duele más, las respuestas van a estar mediadas por los intereses de las personas, por la capacidad de identificación con los padres de las víctimas y con las víctimas mismas, por las causas que condujeron a esas pérdidas, más que por el simple hecho de si son jóvenes, niños o adultos, si son muchos o pocos.

A partir de la Era de los Metales, la diferenciación social hizo parecer que la muerte de ciertos miembros de la sociedad era más importante que la de otros, y por lo tanto podría doler más y la veneración de esos muertos importantes estaría representada por los suntuosos ajuares funerarios. Las muertes de los ancianos, los jefes tribales, los reyes, los guías espirituales, los padres, serían más importantes que la del resto de los miembros de una sociedad. Eso quizás es cierto si uno piensa en los alcances de la muerte de ciertos líderes sociales o de personajes del ámbito artístico o deportivo ¿Pero estas muertes que estremecen a más personas, duelen más?

Uno podría decir que sí, si suma el dolor de todas y cada una de las personas que ven esos decesos como una pérdida personal; sin embargo, el dolor no puede medirse objetivamente de manera cuantitativa y demostrar que estas muertes de figuras importantes duelen más sólo porque más personas las lloran; lo que sí podemos afirmar es que la sensación de pérdida alcanza a más personas.

Cuando abordamos la muerte desde el tema del sacrificio, partimos de que el sujeto u objeto que será sacrificado pasa por diversos ritos para ser separado del mundo de los vivos y poder acceder entonces al mundo de lo sagrado, por lo que, en sentido estricto, un ser humano sacrificado no muere, sino que se transforma en un ser sagrado, en ocasiones incluso en un dios. En estos casos ese cese de la existencia terrenal no debería implicar dolor sino regocijo. ¿En realidad es así?

Para una mejor claridad es necesario abordar cómo vivieron y cómo viven diversas culturas la muerte y el dolor; sin embargo, este ejercicio de revisión y reflexión me permite al menos concluir que el tratamiento dado a los muertos responde a diversos factores y que más allá de eso, hay, por parte de nuestra especie, la necesidad de no dejar abandonados los cadáveres o simplemente desecharlos. En ese sentido, considero que la muerte, como hecho, tiene un significado que trasciende a las culturas, las geografías y el tiempo.

A pesar de la universalidad del tratamiento a los muertos, hay elementos que no deben soslayarse, como la cultura y las tradiciones, el contexto en que ocurre la muerte y en que lo enfrentan seres cercanos; el hecho de que son los vivos y no los deseos de los muertos los que determinan el lugar y la importancia de los muertos en el mundo de los vivos. Pues como menciona San Agustín, los ritos mortuorios parecen estar dirigidos más a los vivos que a los muertos (Barley, 2012: 32).

Nigel Barley (2012) menciona, por ejemplo, que los monumentos dedicados a los muertos son también monumentos a la creatividad del hombre, pues como bien refiere, existen culturas como la egipcia que no repararon en gastos para enterrar a una sola persona (claro una persona con una jerarquía máxima) y otras, como los pueblos nómadas de África del Sur, que sólo le ponen un techo al cadáver y se van.

En sociedades tan grandes como las nuestras, la muerte de alguien cercano, o que nos representa algo, parece ser que siempre duele, mientras que se puede ser completamente indiferente a la muerte de quien nos es ajeno. En conclusión, la muerte no siempre duele, el dolor depende de quién muere, cómo muere y qué me significa esa ruptura.

Separada de los árboles, pero no del reino animal, la humanidad adquirió una vida nómada y en las cuevas. Atrozmente, una vida impredecible significa igualmente una muerte impredecible. De algún modo, paulatinamente, el deceso de la persona pudo encontrar un mayor espacio simbólico en el cual ocurrir, por lo tanto, se le fue dando un ímpetu más importante a las ideas del viaje al otro mundo (Allan Kellehear).



Fuente: Extraído del PDF Emociones perspectivas antropológicas. Desde página 197 a la 212.