El arte de entregarse y aceptar lo peor que pueda ocurrir

El arte de entregarse y aceptar lo peor que pueda ocurrir

Cuando estamos frente a situaciones incontrolables y además importantes para nuestra supervivencia física o psicológica, los recursos tradicionales de afrontamiento y resolución de problemas no suelen ser útiles. No se nos ha enseñado qué hacer cuando no hay nada para hacer. En esos momentos nos sentimos frustrados y furiosos. El Tipo A se desfigura y el Tipo C llora desconsolado. Ni la lucha por el control ni la postergación parecen ser las estrategias adecuadas para sobrellevar la incertidumbre. En estos casos la mejor alternativa parece ser entregarse al universo y dejar que él se encargue.

Un señor ejecutivo con fobia a volar, había recibido un excelente ascenso dentro de su empresa, con un aumento sustancial del sueldo además de otras ventajas adicionales. Solamente había un pero: debía volar tres o cuatro veces por semana a distintas partes del país. La angustia comenzó a adquirir dimensiones gigantescas. Se implementó un tratamiento combinado de drogas y procedimientos de desensibilización que le permitió a duras penas subir al avión. De todas maneras, la ansiedad anticipatoria a volar estaba afectando seriamente su salud y capacidad laboral. Después de dos meses de intentarlo todo, el miedo anticipatorio seguía igual. Él estaba cansado y yo también. Un día me dijo que ya no aguantaba más y que iba a cambiar de trabajo. La manera de decirlo, su rostro fatigado y desencajado, me hicieron entender que hablaba en serio. Utilicé todas las argumentaciones posibles para que cambiara de parecer, pero su decisión parecía inamovible. En un momento de la conversación, viéndome sin recursos, y posiblemente amparado en mi impotencia profesional, hice una enfática y dramática sugerencia: “Bueno, si se cae el avión qué le vamos hacer... ¡Se murió y listo! Acepte que se va a morir ese día, despídase de su mujer e hijos, deje testamento y muérase, pero en paz”. Cuando terminé mi “anti-terapéutica” recomendación, ocurrió lo imprevisto. La expresión de mi paciente cambió súbitamente, como si hubiera hecho clic en algún comando desconocido. Un nuevo software se había activado en él: “¿Sabe que su consejo no me desagrada? ¿Qué puedo perder?” Luego de meditar un rato la cuestión y ante mi total silencio, agregó: “No es mala idea...” Así se hizo. Cuando abordó el avión, decidió que aceptaría lo peor que le pudiera ocurrir. Se despidió de su mujer e hijos como si partiera al más allá. Sus “últimas palabras” antes de abordar el vuelo fueron: “Me entrego a Dios... ¡Me importa un rábano lo que pase!” Ya en el avión, si éste se movía, la sugerencia era retarlo: “¡Más! ¡Muévete más! ¡Cáete de una vez!” No sabemos qué impacto produjo su comportamiento en los otros tripulantes, pero ese vuelo y muchos otros que tendría después, solamente estuvieron acompañados por el “miedo normal”, no incapacitante, que todos sentirnos. A veces, la mejor manera de ayudarle a la vida, es no ofrecer resistencia.

La famosa frase con la que los indios nativos americanos contestaban las amenazas de los desconcertados soldados invasores era: “Es un buen día para morir”. Lo que podría significar: “Doy gracias por cada día de vida y por lo que he aprendido, pero si aquí se termina, es porque así debe ser”. Al entregarse a la divina providencia se deja de vivir en el futuro porque ya no hay nada qué controlar.

La aceptación de lo peor que pudiera ocurrir no es precisamente un acto de fe convencional, en el sentido de que “confío en que me va ir bien”, sino la fe del “no me importa”. El desgonce en el cosmos, es decir, el desmayo de la mente. Hablo del suicidio provisional del ego que se ve a sí mismo como estorbando y decide hacerse a un lado. Un lapsus de amor y desprendimiento para que Dios pueda pasar. Una mujer católica de 54 años había configurado un cuadro de hipocondría luego de haber sido sometida a una cirugía donde se le había extraído la matriz. La preocupación de contraer alguna enfermedad grave se había convertido en un tormento para ella, ya no disfrutaba de sus actividades y estaba al borde de una depresión. Los procedimientos aplicados no eran suficientes ante la gran cantidad de anticipaciones catastróficas. Un día, al verla tan abatida, le pregunté si no estaba agotada de hacer tanta fuerza: “Lleva más de un año pronosticando enfermedades terminales y no ha acertado ni una. Ha gastado enormes sumas de dinero visitando médicos y curanderos ¿Por qué no deja en paz a Dios? Usted es católica de misa diaria y sin embargo no tiene fe. No me refiero a la fe de que Dios existe y la va a aliviar, sino a la firme convicción de que él hará lo mejor que deba hacer. O sea, le estoy pidiendo que tome a Jesús como modelo: no tenga fe, sino certeza. ¿Certeza de qué? De que Dios realmente elegirá la mejor opción. Encomiéndese en sus manos, no para que la cure, eso sería ponerle condiciones, sino para que él decida por usted. Entréguese incondicionalmente y acepte lo que vaya a ocurrir. Ayúdele a Dios, quitándole un poco de mente a su cuerpo. Usted debe cuidar su salud, pero no puede tener control total sobre ella... Qué cansancio, ¿verdad?” A partir de ese momento decidí solicitarle al sacerdote de su parroquia, un hombre joven y realista, que con versara con ella de vez en cuando para completar la terapia. Esa ayuda fue definitiva. Una manera menos espiritual para enfrentar la incertidumbre, consiste en un cóctel de bastante hartera, con pequeñas cantidades de ira. Un paciente adulto que sufría de trastorno de angustia (miedo al miedo), llevaba más de diez años padeciendo la enfermedad, sin que ningún tratamiento pudiera aliviarlo. Una de sus principales preocupaciones era sufrir un infarto, pese a que el cardiólogo le aseguraba lo contrario.

Una mañana, de buenas a primera, decidió enfrentar el miedo hasta sus últimas consecuencias. Cuando le pedí que me contara exactamente qué hizo, me explicó que se había sentado en el piso de su oficina y había comenzado a gritar con todas sus fuerzas, mientras le daba patadas al piso: “¡Me cansé!... ¡Esto no es vida!... ¡Maldita sea! ... ¡Estoy harto!... ¿Me va a dar infarto?... ¡Qué me dé!... ¡No me importa! ¡Qué me dé! ¡Ya no aguanto más!... ¡Me quiero morir ya!...” Así siguió por una hora y media aproximadamente, hasta quedar totalmente exhausto y no sentir la más mínima sensación de miedo. El cuadro de pánico desapareció totalmente a partir de ese momento y hasta hoy, cuatro años después, no ha habido recaídas de ningún tipo. Este sujeto decidió aceptar lo peor que él había pronosticado, sin recurrir concientemente a la providencia, porque se había cansado de sufrir. Una resignación a la brava, pero efectiva.




Bibliografía:.
Sabiduría emocional. Walter Riso