V Enseñanza: sobre la alegría y las alteraciones del placer

V Enseñanza: sobre la alegría y las alteraciones del placer

“¡ Oh, hacer de la vida, desde ahora, un poema de nuevas alegrías! ¡Bailar, batir palmas, regocijarme, gritar, saltar, rodar y rodar, y navegar siempre!”
WALT WHITMAN

Los seres humanos compartimos con los animales las sensaciones placenteras. Gracias a ellas, muchas actividades adaptativas se mantienen. Si comer, hacer el amor, beber y dormir fueran desagradables, la vida en el planeta no hubiera logrado desarrollarse. Pero en algunas especies avanzadas, y especialmente en el hombre, al placer se le suma una emoción primaria adicional supremamente apetecida: la alegría.

Ella trasciende la experiencia placentera y nos ubica en los linderos del éxtasis. Nos toca la consciencia y nos remueve el alma como ninguna otra emoción. Y al igual que todas, luego de alcanzar su cometido, se retira. Sin embargo, estos momentos de dicha suelen verse alterados cuando la mente se apega al placer e intenta mantener la alegría más allá de su ciclo natural. Mientras la naturaleza nos regala la alegría, el apego inventa la felicidad: la primera nos saca a flote y la segunda nos hunde.

Descifrando la alegría

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Nunca nos hemos detenido a pensar para qué sirve o para qué existe la alegría. Conocemos al dedillo sus titulares, pero no hemos captado el significado profundo que la caracteriza. Y no me refiero a racionalizar la increíble vivencia que ella ofrece, sino a establecer un mayor contacto para disfrutarla en abundancia. La alegría es la emoción primaria más importante, no solamente por los efectos benéficos que produce, sino porque muchas de sus características parecen ser típicamente humanas. Es posible que se trate de una emoción biológica mitad hombre y mitad bestia, un ascenso en la escala evolutiva y un desprendimiento progresista respecto al simple placer sensorial: la primera en su género. La alegría integra lo primitivo, pero lo supera.

El origen evolutivo de la alegría parece estar en la sonrisa y en el efecto agradable que produce el intercambio de la misma entre madre-hijo. Los bebés responden espontáneamente con alegría ante la sonrisa porque les da seguridad y bienestar. Con el paso del tiempo, la expresión facial adquiere una mayor complejidad y aparece la risa, y si la persona es de buenas, el humor. Mientras la risa es la explosión cruda, en vivo y en directo de la activación subterránea de la alegría, el humor la involucra de una manera más sutil y ponderada. Tal como decía Gibrán: “El sentido del humor es el sentido de la proporción”.

La alegría saca a relucir lo mejor de nosotros. Ella destapa la parte buena e indica el camino que deberíamos estar transitando si la humanidad no hubiera desviado su rumbo. La alegría es un destello espiritual, un señalamiento, y un delicioso jalón de orejas que el universo nos hace para que no olvidemos quiénes somos: “Obsérvate. Ésta es tu verdadera humanidad. Ésto es lo que eres. Tenlo presente”.

Las investigaciones sobre el tema muestran que los sujetos alegres sufren cambios realmente dramáticos, tanto en su fisiología como en sus esquemas psicológicos. Durante unos momentos, a veces horas, y casi nunca días, se activa un singular poder y vigor, que no es la fuerza de la ira, sino la del amor y la sabiduría. Una forma de iluminación primitiva que potencia lo mejor de cada uno y nos reestructura y equilibra internamente. La mente y el cuerpo comienzan a trabajar coordinadamente y toda la energía disponible del organismo comienza a fluir de una manera suave y continua. Cuando las personas están alegres, incrementan la confianza en sí mismos (auto-eficacia), ven la vida como magnífica y significante (sentido de vida), sienten que son más amables y queribles (amor), desarrollan una mayor capacidad de apreciar y saborear el mundo (hedonismo), se vuelven más buenas y bondadosas (compasión) y adquieren una consciencia de unidad, similar en algunos aspectos a las experiencias místicas Lo que posiblemente no lograríamos ni con años de paciente y riguroso entrenamiento en algún olvidado lamasterio tibetano, la naturaleza nos lo regala al instante, gratis y con todo incluido.

La enfermedad biológica de la alegría, es decir, cuando existe alguna alteración bioquímica de la misma, se la denomina manía y debe ser tratada.

Pero su principal función está relacionada con la salud. La alegría es la sanación natural que el universo ofrece a manos llenas. Ella pone a funcionar nuestra farmacia interior y facilita la recuperación de los períodos de estrés y enfermedad. El efecto curativo de las emociones positivas, no solamente de la alegría sino también del amor, el interés, la sorpresa y la curiosidad, ha quedado documentado en infinidad de casos. Uno de los más resonados es el de Norman Cousins, quien logró salir delante de una grave enfermedad viendo todos los días películas cómicas en el hospital. Como decía Watley, “la alegría es cosa seria”.

Una mujer de 35 años que asistía a nuestro centro psicológico debido a una depresión ocasionada por la imposibilidad de tener hijos, llegó un día a la consulta con la terrible noticia de que se le había diagnosticado un melanoma avanzado. Como era obvio, la terapia dio un giro y se orientó a brindarle ayuda para enfrentar el cáncer terminal. Lo sorprendente ocurrió cuando al mes de haberse presentado estos hechos, la paciente descubrió que llevaba dos meses de embarazo. La inesperada noticia produjo un impacto abrumador, tanto en el cuerpo de terapistas como en su familia. Tantos años tratando de estar encinta, y cuando por fin se logró la meta, aparecía un cáncer desvastador que arrasaría con dos vidas. No obstante y pese a todo, ella comenzó a preparar el ajuar del bebé como si nada hubiera ocurrido. Inexplicable y repentinamente, su estado de ánimo había mejorado, estaba más activa, animada y contenta que nunca. Pues, contra todos los presagios negativos de los exámenes, la incredulidad de los especialistas, oncólogo y psicólogos incluidos, y el escepticismo de su esposo, la señora sobrevivió. En la actualidad, ella y su hijo de 12 años gozan de excelente salud. Cuando en una ocasión se le preguntó cómo se sentía después de haber ganado semejante batalla, contestó: “No sé... Estaba tan feliz de haber quedado embarazada... Creo que no libré ninguna batalla... Yo no luché... Solamente me sentía la mujer más dichosa del mundo... Dios me mandó el bebé y no podía defraudarlo”. Este relato, más allá de la espectacularidad que suele acompañar los casos de recuperación espontánea, enseña algo muy bello y sencillo: la alegría y el amor van de la mano. La alegría, es la risa de Dios.

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Cuando dejamos que las emociones positivas sigan su curso normal sin poner barreras mentales, empezamos a descubrir que todo el universo es alegre y divertido. Aprendemos que las turbulencias energéticas y el aparente caos imperante, no son otra cosa que los girones de un cosmos danzante y muerto de la risa que cada día se descubre a sí mismo y se asombra de estar vivo. Las doctrinas tántricas sostienen que la realidad, tal cual la percibimos, oculta un gran chiste cósmico. El maestro budista Chogyam Trungpa en relación a las ilusiones que crea el yo, afirma: “No existimos a causa de nuestra existencia. Y el mundo existe a causa de nuestra inexistencia. Nosotros no existimos, por consiguiente el mundo existe. Tras todo ello se oculta un gran chiste, un chiste enorme. Cabe que nos preguntemos: ¿Quién nos está tomando el pelo?” Según él, la única manera de salir de la confusión de estar vivos es el humor. La alegría es la manera simpática en que la vida manifiesta su fuerza afirmativa.

La mente inventa la restricción emocional y el apego al placer

a cultura nunca ha sabido qué hacer con las emociones placenteras. La oposición creada entre las presiones sociales y los incontrolables impulsos biológicos, ha terminado por establecer dos posiciones psicológicas extremistas igualmente dañinas: constipación o adicción. Esta falsa dicotomía ha generado una verdadera patología de lo placentero, unos por defecto y otros por exceso.

La restricción emocional

Para que la alegría pueda fluir naturalmente y cumplir su cometido, debemos colaborarle. Si bien no podemos producirla a voluntad, a menos que utilicemos medios artificiales, lo cual no es recomendable, es posible crear condiciones favorables para facilitar su aparición. Como demasiada alegría asusta, la cultura ha dispuesto un sistema de estrictos controles para evitar los excesos y restringir el disfrute. Estos filtros, aunque bien intencionados, pueden irse para el otro extremo y dar origen a un régimen valorativo donde el hipercontrol es visto como la mejor de las virtudes. Muchas personas están tan preocupadas por los excesos que ni siquiera comienzan a disfrutar los mínimos. He conocido gente que le pone límites a todo, incluso al alborozo y la hilaridad. El miedo a perder el control los convierte en aguafiestas. Hace poco estuve en el cumpleaños de un niño de cinco años, el cual se llevó a cabo en una hermosa finca de recreo. Toda la fiesta estuvo matizada por las cantaletas "apaciguadoras" de la madre del homenajeado, una mamá absolutamente "anti-alboroto". Cuando los niños se pasaban de ciertos decibeles y velocidad, ella levantaba ambos brazos como un guarda de tránsito, se interponía a la tromba infantil, y como un director de orquesta, acompasaba un nuevo ritmo, obviamente más lento y moderado. Sus palabras se asemejaban bastante a las viejas estrategias hipnóticas de Mandrake el mago: “Ya, ya, ya... Tranquilos”. Esto ejercía en los niños el mismo efecto que un puré de ritalina. Luego de algunos segundos de sopor, el torbellino volvía a coger impulso.

Al cabo de algunas horas, decidí preguntarle muy educada y cortésmente, por qué no dejaba que los niños jugaran en libertad, después de todo, estaban en un lugar campestre y no molestaban a nadie (además era el cumpleaños). Con una risita de testarudez congénita dijo: “Para todo hay un límite”. A lo cual yo repliqué: “Estoy de acuerdo, pero lo difícil es poner límites sin extra-limitarse”. Ella respondió como leyendo las tablas de los diez mandamientos: “Todos los extremos son malos”, lo que produjo gran admiración y aprobación entre los invitados. Más tarde, cuando se paró por enésima vez a fiscalizar la diversión, uno de los niños gritó ofuscado: “¡Qué pendejada!.. ¿Para qué nos invita si no nos deja jugar?” El silencio fue total. La señora esgrimió una sonrisa, que más parecía una mueca, y disimuló la franqueza del pequeño “Espartaco”, preguntando quién quería más carne. Nunca los volvió a molestar en el resto de tarde. Aunque lo intenté, no pude dejar de sentir esa famosa complacencia oriental que se sirve en bandeja de plata.

Muchos de mis pacientes, victimas de una educación "anti-alegría", adquieren el vicio de no disfrutar demasiado. Cuando se sienten muy bien, un impedimento psicológico les evita el clímax y los incrusta de narices en la monotonía: "No vaya a ser cosa que me quede gustando". Si no es dañino para uno, ni para otros, podemos disfrutar hasta el cansancio. El hedonismo sano y responsable no es vicio, sino auto-estima bien administrada. Para las personas hiper-trascendentales con cara de Kung-Fu, que jamás se descomponen y hacen gala de una parsimonia totalmente insoportable, la vida es un problema existencial que hay que solucionar y no una experiencia para degustar. Le temen a la alegría porque la ven demasiado peligrosa y mundana; como en el Nombre de la rosa, cuando el curita ciego impedía la lectura de unos textos apócrifos sobre el humor religioso, porque creía que si se perdía el temor a Dios, se acababa la fe. De todas maneras, y afortunadamente, pese a los esfuerzos dogmáticos, restrictivos y fiscalizadores de los amigos de la seriedad y lo austero, el júbilo sigue irremediablemente haciéndonos cosquillas.

Apego al placer

El ansia de placer es lo que se llama deseo. Las ganas de volver a repetir u obtener la sensación placentera, surge de la capacidad de la mente de proyectarse en el tiempo. Cuando algún evento nos hizo sentir intenso placer, queremos continuar, o cuando vemos el goce ajeno, queremos imitarlo. El deseo es placer anticipado.

El deseo es inherente al ser humano. Siempre y cuando no se convierta en adicción, su utilización es aceptable e imprescindible para cualquier actividad que se quiera emprender. Pero cuando la fuerza motivacional de la apetencia excede los limites de la racionalidad y se transforma en fuerza bruta, estamos en presencia del peor de los enemigos: el apego. Lo que define el apego no es la presencia de deseo, ni la sensibilidad al placer, sino la incapacidad de renunciación. Más claramente, el deseo enfermizo, es apego al placer. La mente se niega a abandonar la sensación placentera y se empecina en obtenerla una y otra vez, al precio que sea. Cuando el deseo se convierte en necesidad, ya hay dependencia. Por ejemplo, nos puede gustar comer langosta y disfrutarla mientras haya, pero si cuando se acaba siento la urgencia de más, y se agrega la angustia de no poder conseguirla, estaremos en el primer caso histórico de "apego langostil". Sería absurdo que alguien nos manifieste que su vida no tiene sentido si no come langosta, pero así de irracionales son las adicciones.

El deseo patológico también puede estar referido a la distorsión de un placer no natural inventado por la cultura. Un joven paciente de diecinueve años había sido víctima del deseo enfermizo del juego. Había estado retirando plata sistemáticamente de la cuenta de ahorro de su padre desde hacía dos meses para jugarla en las maquinitas. La suma llegó al equivalente de veinte mil dólares. Cuando salía del casino, se juraba a sí mismo nunca más volver, pero al otro día, un cúmulo de imágenes irresistibles creadas por la mente lo arrastraban a recaer: “Yo veo los dibujos de la máquina, siento el ruido cuando caen las monedas y me imagino los tres sietes... Incluso siento el olor a plástico nuevo del casino... Pienso que ésa será mi noche y me preparo para ganar... No es la plata lo que me interesa, sino ganarle a la maquinita”. Intenté explicarle que no era fácil: “Esas máquinas de juego están organizadas con un programa de razón variable. Te dejan ganar un poco, para que luego pierdas mucho. Ellas están ahí porque es negocio para el casino”. Pero él buscaba otra cosa: “Claro. Yo sé que es así. Pero de eso se trata... Es poder ganarle a alguien que no está programado para perder... Es como un reto, ¿Me entiende?”. Yo entendía muy bien a mi paciente. Era víctima de una adicción de la cual era incapaz de desligarse. El juego compulsivo es uno de los trastornos más difíciles de erradicar. Al muy poco tiempo desertó de mis citas y nunca más supe de él. Recuerdo que cuando en mis años de adolescente iba al hipódromo, mi madre, sin más preparación que su intuición y la sabiduría natural de las mamás, rezaba para que yo perdiera.

El apego opaca la alegría y la desvirtúa, porque teme perderla. La búsqueda ingenua de la felicidad permanente e inalterable, es consecuencia de esta necesidad de congelar la alegría más allá del tiempo y el espacio. Desgraciada o afortunadamente para los humanos comunes y corrientes, es decir, no iluminados, ni maníacos, ni drogados, no existe el “ser feliz”, sino el “estar feliz”. La posibilidad de alcanzar el nirvana emocional es una idea distorsionada que nos distrae de la vivencia natural de la alegría: la felicidad no es un estado, sino un proceso. Cuando las personas construyen la falsa ilusión de la alegría eterna, automáticamente pierden sensibilidad, porque las expectativas de lo que vendrá los aleja del presente. Desapegarse del concepto utópico de felicidad, es una forma de sana resignación y una especie de reencarnación emocional: morir para cada alegría y renacer con la próxima. Buda decía: “No te aferres a lo placentero, déjalo pasar, para que la separación no te disminuya”. Si nos despreocupamos por “ser felices”, estaremos en condiciones de “estar alegres”, y eso ya es mucho.

Para meditar la enseñanza V. La alegría es un regalo muy especial. Cuando estás alegre, tu energía está vibrando al ritmo de Dios. Cuando estás contento, es el universo entero quien se regocija. Como un ritual cósmico, la naturaleza limpia y renueva tus energías de vez en cuando para que puedas desempeñar tu papel y colaborar en la creación. Aunque te suene disonante, la vida te quiere muerto de la risa y satisfecho. Si tu actitud hacia el placer es abierta y responsable, aprenderás a catar las delicias de todos los jardines. La alegría es una forma de aprendizaje y descubrimiento de cómo nos quiere la vida. No es volverte tonto y superficial, sino sensible al embrujo del placer. Desecha tus miedos a estar feliz de vez en cuando, ¿acaso no te lo mereces? Ten presente que los dos extremos son dañinos. Si temes excederte, la alegría se convertirá en un dolor de cabeza, y si te apegas a ella, serás un adicto. Vivir dispuesto a sentir el placer es reivindicar la autoestima y entender que por encima de cualquier otra consideración, la sola condición de estar vivo te hace merecedor de amor. La naturaleza te contempla con cada descarga de alegría, acaricia tu humanidad y te cuida. Alegría es amor. Si no le estorbas el camino con requisitos mentalistas, ella siempre estará dispuesta a regresar. Rompe el nicho desabrido y taciturno en el que te has metido, deja el ascetismo a un lado y siéntete con el derecho al disfrute. La represión de la alegría te convertirá en cascarrabias y quisquilloso, porque tu biología te reclamará el goce de vivir como lo hace con la comida, el sueño y el agua. No te creas tan fuerte ni tan autosuficiente. Pero si por el contrario, has caído en la adicción, sin excusas ni evasivas, ¡salte ya! No puedes conservar el placer, él no te pertenece. Si verdaderamente comprendes que todo fluye y nada es permanente, ocurrirá la renuncia noble y valiente a tus apegos enfermizos. Cuando obligas a lo natural, lo contaminas y le quitas el virtuosismo de aquello que no es creado por el hombre. Comienza desde hoy, ábrete a la felicidad, sin frenarla ni apegarte. Ella es como las olas: te moja, se va, y luego vuelve con el pulso de la más antigua y sagrada de las melodías. Canta su canción y déjate llevar por sus notas.




Palabras finales

Rescatar las emociones no implica negar la importancia de la mente. El aparato mental humano es producto de la evolución, y como tal, no se lo puede considerar una malformación genética, ni una equivocación cuántica, sino una estrategia adaptativa para equilibrar y potencializar las probabilidades de vida del hombre en el planeta. Y al igual que todos los sistemas vivos, su organización no está orientada solamente a preservar la vida, sino también la identidad. Aunque la tradición oriental diga lo contrario, la capacidad de organizar información auto-referencial requiere de un sujeto que experimente conciencia de sí mismo. El yo es la parte de la mente encargada de darle ese sentido de coherencia y significado personal a la información disponible, a no ser que se quiera descender vertiginosamente en la escala zoológica. Debemos reconocer que aunque en muchas ocasiones el yo molesta, su presencia es imprescindible para acceder a la condición de humanos. Me pregunto si la idea de un hombre sin YO no será, paradójicamente, otra ilusión mental de las que tanto despotricamos. Quizás sea la razón por la cual, pese a todos los intentos bien intencionados, millones de personas en Para meditar la enseñanza V. La alegría es un regalo muy especial. Cuando estás alegre, tu energía está vibrando al ritmo de Dios. Cuando estás contento, es el universo entero quien se regocija. Como un ritual cósmico, la naturaleza limpia y renueva tus energías de vez en cuando para que puedas desempeñar tu papel y colaborar en la creación. Aunque te suene disonante, la vida te quiere muerto de la risa y satisfecho. Si tu actitud hacia el placer es abierta y responsable, aprenderás a catar las delicias de todos los jardines. La alegría es una forma de aprendizaje y descubrimiento de cómo nos quiere la vida. No es volverte tonto y superficial, sino sensible al embrujo del placer. Desecha tus miedos a estar feliz de vez en cuando, ¿acaso no te lo mereces? Ten presente que los dos extremos son dañinos. Si temes excederte, la alegría se convertirá en un dolor de cabeza, y si te apegas a ella, serás un adicto. Vivir dispuesto a sentir el placer es reivindicar la autoestima y entender que por encima de cualquier otra consideración, la sola condición de estar vivo te hace merecedor de amor. La naturaleza te contempla con cada descarga de alegría, acaricia tu humanidad y te cuida. Alegría es amor. Si no le estorbas el camino con requisitos mentalistas, ella siempre estará dispuesta a regresar. Rompe el nicho desabrido y taciturno en el que te has metido, deja el ascetismo a un lado y siéntete con el derecho al disfrute. La represión de la alegría te convertirá en cascarrabias y quisquilloso, porque tu biología te reclamará el goce de vivir como lo hace con la comida, el sueño y el agua. No te creas tan fuerte ni tan autosuficiente. Pero si por el contrario, has caído en la adicción, sin excusas ni evasivas, ¡salte ya! No puedes conservar el placer, él no te pertenece. Si verdaderamente comprendes que todo fluye y nada es permanente, ocurrirá la renuncia noble y valiente a tus apegos enfermizos. Cuando obligas a lo natural, lo contaminas y le quitas el virtuosismo de aquello que no es creado por el hombre. Comienza desde hoy, ábrete a la felicidad, sin frenarla ni apegarte. Ella es como las olas: te moja, se va, y luego vuelve con el pulso de la más antigua y sagrada de las melodías. Canta su canción y déjate llevar por sus notas. el mundo no han podido aún sacudirse de su engorrosa identidad. Mientras tanto el universo, tal como decía Alan Watts, sigue "yoificándose" en cada persona.

Reconocer la inevitable utilidad del yo no es contradictorio, ni mucho menos, con el reconocimiento emocional. Desde mi punto de vista, la solución no está en negar la existencia del yo, sino en dejar de ser egocéntricos. El yo nos hace humanos, el egocentrismo nos enferma. Esta diferenciación es muy importante, ya que a veces, por evitar el "mí" egoísta, lo cual es sano, se cae en el otro extremo, que yo llamo el estado del "mu", lo cual no es nada saludable: algo así como una vaca pastando, con los ojos entornados y un apacible gesto de "yo no soy". Algunas personas, buscando la iluminación, hacen cortocircuito y quedan a oscuras. Negar la propia identidad humana y caer en el "mu", no nos hace santos, sino inhumanos, porque una cosa es limpiar y descontaminar la mente para aprender a utilizarla, y otra muy distinta el suicidio psicológico que surge de su destrucción indiscriminada. El universo no necesita que dejemos de pensar, sino que lo hagamos correctamente.

El ser humano es la particularización del todo, no en algo, sino en alguien que piensa y siente. Una expresión, una modalidad, si se quiere, de energía replegada sobre sí misma, pero con voz y voto. Poseemos la capacidad de construir una nueva calidad de mente, sin destruir la singularidad compleja que determina la propia identidad e integrando la maravillosa cualidad que nos otorga el sentimiento.

La vida posee un atributo intencional, un vector orientador, una determinación cósmica implícita de carácter irrevocable que define toda existencia. Ella nos recorre de punta a punta, nos impregna e impulsa a participar en su proyecto fundamental. Si quitáramos por un instante el velo distractor del lado irracional de la mente, podríamos sentir su presencia vital al abrir los ojos cada mañana, cuando hacemos el amor, frente al nacimiento de un nuevo ser, cuando las tempestades arremeten, en el silencio acogedor de estar con uno mismo, en las alturas majestuosas, con las ardillas juguetonas, en el dolor físico y en el placer del alivio. Apropiarse de ella, sacudirla y ponerla a funcionar, es redescrubrir la premisa olvidada de los primeros sabios.

Cuando por fin la mente repose, el sistema se descargue y el panorama se despeje, la atención quedará limpiamente a la deriva, como el asombro despierto de un niño, la ingenuidad de un bambi o la fascinación del que penetra por primera vez a un bosque primario. Ver por ver. El proceso en estado puro. Sin pretensiones de ningún tipo, sin más armas que la curiosidad y sin otra emoción que la sorpresa. En el momento en que la razón comience a bostezar, estaremos reencontrándonos con la sabiduría natural de las emociones.

Hay un resurgir de lo antiguo. Algo se está agitando desde los mismos cimientos de la estructura humana y quiere manifestarse con toda su fuerza. Y cuando esto ocurra, reconoceremos de inmediato el viejo sendero que nos llevará, como las rosas de Paul Fort, nuevamente de regreso a casa.







Bibliografía:.
Sabiduría emocional -- Walter Riso