La personalidad Tipo C y la incapacidad para resolver el pasado

La personalidad Tipo C y la incapacidad para resolver el pasado

A mediados de los años ochenta, un grupo de investigadores halló que un grupo considerable de pacientes diagnosticados de melanoma (cáncer de la piel) y cáncer del pulmón, mostraban algunas características comunes que predecían la aparición y mortalidad por cáncer, de forma tanto o más precisa que los indicadores tradicionales de riesgo.

Estas personas, llamadas Tipo C, eran principalmente bloqueadoras de emociones (vg. ira, tristeza, miedo, alegría), inhibidas, inasertivas, apaciguadoras y muy orientadas a satisfacer las necesidades de otras en desmedro de las propias. Ante situaciones de estrés, reaccionaban con pasividad, indefensión, depresión y aislamiento. El auto-sacrificio y la sumisión configuraban la manera principal de relacionarse con las personas de su ambiente familiar y laboral. La conclusión, actualmente aceptada y compartida por los expertos en psicología de la salud, es determinante: la inhibición, represión y negación de las emociones, y el estilo evitativo para resolver y afrontar problemas, debilita el sistema inmunológico y hace a las personas más susceptibles a contraer cáncer y enfermedades infecciosas.

En un lenguaje más coloquial, los sujetos que conforman este patrón son las típicas personas queridas y amables, pero supremamente frágiles. La actitud de servicio que muestran no es por vocación, sino por miedo. Su intención: apaciguar al otro cueste lo que cueste, para que no les haga daño. La clave del ego de la personalidad Tipo C es la necesidad de aprobación por encima de todo, así estén ellas por debajo.

Contrariamente a lo que se piensa, los grandes líderes espirituales y sociales no han sido Tipos C, y tampoco A. La bondad y el amor nada tiene que ver con la sumisión obsecuente y el temor a expresar lo que se dice. Todo lo contrario. Por ejemplo Gandhi, Jesús y Martin Luther King, abogaron por la paz y la justicia, pero no los mataron por prudentes, sino por valientes; por expresar, cada uno en su lenguaje, lo que nadie se atrevía a decir. Un personaje Tipo C posiblemente hubiera negociado con los ingleses, los romanos o las organizaciones racistas. Jamás hubiera llegado hasta las últimas consecuencias.

Esta manera de ser responde a cuatro características principales: postergación, prudencia, sumisión y culpa. Las cuatro trabajan para la conservación de la información. Mientras unas frenan, otras almacenan. Cuatro enormes anclas que aferran la mente al pasado e impiden desagotar adecuadamente el sistema. La ausencia de cada una, nos permite andar ligeros de equipaje.

1. El peligro de la postergación

“No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, le aconsejaba Mafalda a sus amiguitos. Miguelito, luego de pensar un rato exclamó: “Lo entendí. Tenés toda la razón... ¡Mañana empiezo!”

Una de las principales condiciones de la salud mental es mantener el sistema psicológico lo más limpio posible de información incompleta o en desuso. Cuando postergamos sistemáticamente una decisión importante, sin más razones que la propia inseguridad, estamos tratando de evitar lo inevitable. La información entra en una lista de espera de “problemas por solucionar” y ahí se queda tosudamente hasta ser resuelta. La biología no olvida tan sencillamente. El material reprimido se mantiene indefinidamente en un circuito cerrado, hasta que se solucione o pierda importancia.

La historia de los pacientes Tipo C podría resumirse como una cadena interminable de postergaciones que jamás se cumplieron y que finalmente empezaron a molestar.

S. P. era una joven de veinticinco años, casada, con un hijo y esperando otro, que venía dilatando hacia años un encuentro de sinceridad con su madre, una mujer de armas tomar, dura, fuerte, caprichosa y agresiva, que más bien parecía la madrastra de Blanca-Nieves. A lo largo de las citas, el problema con su mamá fue haciéndose cada vez más evidente, hasta adquirir una clara relación con la depresión que la afectaba hacía tiempo. Las maldades de la señora eran tema serio. Había organizado un crucero exactamente para el día en que el nieto iba a nacer por cesárea, no invitaba a S.P. al cumpleaños del papá inventando mentiras, confesaba en público que hubiera preferido un hijo hombre, le hablaba duro, la regañaba, se burlaba y la subestimaba. En fin, la señora no era precisamente una “pera en dulce”, ni su hija la más valiente para ponerla en su sitio.

Cuando induje a mi paciente a precipitar el enfrentamiento, comenzó con las viejas estrategias de aplazamiento. Entonces decidí confrontarla: “¿Te has puesto a pensar que eres en gran parte responsable de lo que ocurre con tu madre? Yo te comprendo y pienso que en gran parte tienes razón, pero no puedo acompañarte en tu plan evitativo y seguir alimentando una relación enferma... No puedo ser tu cómplice en esto y seguir dilatando la cuestión. Llegó la hora de ponerle final a la historia. Aunque no haya sido tu intención, has aceptado pasivamente los agravios. El miedo te ha paralizado y has negociado con algo que no es negociable: tu dignidad. ¿De qué te ha servido la postergación? Llevas más de diez años acumulando rencor y tratando de apaciguar y conciliar con alguien que aparentemente no quiere hacerlo. Cada vez que desertas, ella incrementa su arsenal de agravios. Tú en retirada y ella al ataque. Es hora de que asumas el reto. Siempre y cuando seas respetuosa, no me importa cómo lo hagas, lo principal es que te quites de encima esta carga de rabias y rencores que te atormenta. Es posible que ella te deje de hablar un tiempo y se sienta escandalizada ante tu rebelión, pero ése es el costo que tendrás que pagar para empezar a respetarte a ti misma y que te respeten. No hay un día especial para ser digno. Hoy es el día”.

Ella preguntó: “¿Y si ella me deja de querer?” Le contesté que si eso llegara a ocurrir, muy probablemente nunca la había querido de verdad. Y agregué: “Si fuera así, ¿no es mejor saberlo de una vez?”

Al lunes siguiente recibí una llamada contándome la buena nueva de que al fin había podido hablar con su madre. La reacción de la señora había sido aceptable y S. P. se mostraba muy contenta. Recuerdo sus palabra finales: “Me gustó hacerlo... Sentí como si me drenaran una infección de años... Lástima no haberlo hecho antes”. La estrategia de la postergación es supremamente azarosa, porque como bien argumentaba Cervantes: “Por la calle del ya voy, se va a casa del nunca”.

Esa es la clave, nada sin resolver. Agotarlo todo, de ser posible, en el momento. Cuantas más cosas inconclusas dejes, más atrapado estarás en el pasado. No importa qué método utilices, cuantos más cierres hagas, más se liberará tu mente de la carga de la memoria. La postergación es la estrategia que apadrina el miedo y la pereza de los incapaces.

2. Cuando la prudencia es un problema

Hay personas tan prudentes que no respiran, y otras tan sumisas que piden permiso para hacerlo. Ambas mueren por inanición. La moderación es un atributo admirado por casi todas las culturas y requisito fundamental para garantizar la convivencia y salvaguardar la integridad psicológica de la gente, pero si se hace de ella un supervalor se comienza a transitar peligrosamente por los limites de la falsedad y el bloqueo emocional.

Cuando la autocensura se vuelve demasiado grande, sobreviene una terrible enfermedad conocida como constipación emocional. En estos casos, la emoción y los pensamientos quedan aplastados bajo el inclemente sobrepeso de una consciencia hiperactiva y fiscalizadora. La prudencia es un sistema regulador manejado por el super yo, que contiene y represa el comportamiento para evitar excesos. Desafortunadamente, a veces los desagües son insuficientes, el agua deja de fluir y comienza el proceso de estancamiento y putrefacción. En estos casos, es mejor dinamitar el muro de contención.

La prudencia es la carta de presentación de las personas Tipo C. Ellas se vanaglorian de poseer el valor de la discreción en grado superlativo. Dicen exactamente lo que los demás esperan que digan, y se comportan como se espera que lo hagan. Hacen gala de una diplomacia digna de los mejores embajadores. Conozco personas que podrían manejar las relaciones árabe-israelíes o Moscú-Estados Unidos a la perfección, pero que no son capaces de expresar amor a sus seres queridos. La diplomacia es una profesión peligrosa.

La sobriedad excesiva y la queridura generalizada despiertan en mí una especie de paranoia y desconfianza primaria. Siempre he considerado que las personas que no tienen problemas con nadie son, al menos, sospechosas de no decir lo que sienten y piensan. En una reunión social, un grupo de invitados hablaba sobre el “don de gentes”. Ellos sostenían que había personas que se hacían querer por todo el mundo, porque eran muy buenas y jamás daban motivos para que se les rechazara. Mi opinión fue otra. Si se fijan posiciones, por puras probabilidades, habrá gente que no estará de acuerdo, y si el tema es álgido (vg. política, religión, sexualidad), peor. Por más querido, amable, cordial y ecuánime que sea un sujeto, si en una reunión del Opus Dei apoya públicamente las relaciones prematrimoniales, perderá de inmediato el “don de gentes”, además de sus credenciales. Entonces, como los humanos somos susceptibles de ofendemos con facilidad, al menos en cuestiones de principios, la honestidad comunicativa creará incomodidad, así se utilice en pequeñas dosis. Si nadie habla mal de X, me acerco a X con cautela. Si una persona está de acuerdo con todo el mundo, me reservo el beneficio de la duda, por lo menos no me sentiría seguro de poner mi vida en sus manos. Cuando terminé de explicar mi punto de vista, me encontré hablando solo, con una viejecita muy simpática que me sonrió todo el tiempo y que luego me di cuenta de que era una fiel representante de los Tipo C. La sinceridad es incómoda y a veces imprudente, pero necesaria. Hay que balancear la cosa y decidir.

Las personas Tipo C que son extremadamente formales y cautelosas, tienen serias dificultades interpersonales debido a que les cuesta meterse en el territorio del otro.

Un médico cirujano había asistido a mi consulta por miedo a temblar durante las intervenciones quirúrgicas. Su sintomatología, además de un miedo intenso a cometer errores y hacer el ridículo, mostraba una clara incapacidad de leer emociones (alexitimia). La terapia no estaba funcionando adecuadamente. Mi paciente era un hombre supremamente escrupuloso, reposado y, claro está, ultra-prudente. Tenía serias dificultades para manejar el personal médico a su cargo y ejercer disciplina. Le costaba hablar de sí mismo y mantenía distancias siderales con todas las personas, psicólogo incluido.

Un día, buscando producir algún efecto sobre su imperturbable humanidad, decidí recibirlo con una nariz de papel tan larga como la de Pinocho. Cuando entró y le extendí la mano, él me saludó muy sesuda y cortésmente como era su costumbre, y tomó asiento. Para mi sorpresa, la cita comenzó a transcurrir como si la nueva protuberancia que asomaba de mi cara siempre hubiera estado allí. Departíamos y conversábamos como si nada pasara. Aproximadamente a la media hora, posiblemente motivado por el lado sano e "imprudente" de su mente, interrumpió el discurso psicológico para hacerme la pregunta obvia: "Perdón, no quiero importunarlo... Espero que no lo tome a mal, pero... usted... tiene una nariz de papel.-." Yo simplemente asentí con mi cabeza, lo que le obligó a retomar el tema. "Bueno, en verdad no se qué decir... ¿Para qué la usa?" Le respondí que no era mi costumbre, pero que la verdadera razón era provocar en él alguna reacción de sorpresa distinta a la programación prefijada, ordenada y pulcra que lo caracterizaba. Le agregué: "¿Se ha dado cuenta de que se demoró media hora para preguntarme algo tan insólito?" Al tomar conciencia de lo que había pasado, comenzó a reír. Más adelante, cuando el tratamiento comenzó a mostrar cierta mejoría, me comentó que esa cita había sido especialmente importante para él.

El filtro de salida no puede achicarse tanto, porque el sistema no podrá vaciarse. Cuanto más expreses, menos tendrás para almacenar. Mientras la postergación cierra las puertas de evacuación, la prudencia exagerada apenas las abre. Conéctate al mundo exterior sin tantas condiciones. Dentro de lo posible, deja que tus pensamientos y emociones circulen cómodamente. Arriésgate a decir, a sentir y actuar de acuerdo a tus criterios. Si no violas el derecho de los otros y haces prevalecer los tuyos: ¡Bienvenida la imprudencia! Comienza de una vez a construir tu nuevo canal de comunicaciones, tal como decía Benedetti: “Sin exclusas, ni excusas”.

3. La sumisión como estrategia de apaciguamiento

La sumisión es la mayor estrategia de apaciguamiento que conocen los sistemas vivos cuando están enfrentados a un depredador, llámese león, rinoceronte, papá, mamá, jefe, amigo, profesor, suegra, o lo que sea. Si nos enredamos en una relación donde nos sentimos débiles e incapaces, y las enseñanzas sociales no son útiles, la biología se hace cargo. Si es necesario, la naturaleza asume nuestra supervivencia individual, pero sin descuidar lo colectivo.

Cuando un lobo va perdiendo la pelea con otro lobo y entiende que ya no tiene posibilidades de ganar, el lobo perdedor ofrece apaciblemente la yugular al oponente, como si dijera: “Perdí, acabemos con ésto de una vez”. Sin embargo, en ese momento tiene lugar lo increíble. El lobo ganador, inexplicablemente, se paraliza. Una fuerza milenaria le impide matar al que desde la humildad reconoce la derrota. Algún mecanismo primario, incrustado en el ADN o más allá de él, se dispara en el lobo ganador y le recuerda que la especie es más importante que el placer de eliminar al contrincante. ¡Qué maravillosa relojería instintiva! Nadie llamaría cobarde al lobo que se entrega, ni conmiserativo al que se paraliza, simplemente el milagro ocurre. Ni vencedores ni vencidos. Ambos lobos se alejan y la rueda de la vida continúa su ciclo.

En otras especies, como por ejemplo en los pavos, se da el mismo principio equilibrante. El pavo en desventaja estira su cuello en el piso y lo expone pasivamente al rival para que lo acabe a picotazos. Una vez más, el artificio mágico de lo natural se hace sentir: el pavo triunfador detiene su acto depredador.

Algunos no ven la cosa tan parsimoniosamente. Por ejemplo, Konrad Lorenz opinaba que en realidad el animal “vencido” era el que controlaba la situación, porque era el que dominaba a su rival y que por lo tanto era el verdadero vencedor. Esto se conoce como la táctica del vencido. En sus palabras: “Un lobo me ha iluminado. No se vuelve la mejilla al enemigo para que vuelva a golpear sino para imposibilitarlo de hacerlo”.

Y mucho antes, en el siglo VI, Sunzi afirmaba: “El supremo arte de la guerra es dominar al enemigo sin luchar”. Esta “táctica de poder” animal se ha intentado trasladar muchísimas veces al mundo de los humanos, pero sin tanto éxito para la supervivencia individual. Ni los judíos con el Holocausto, ni los tres líderes antes mencionados, Ghandi, Jesús y Martin Luther King, lograron sobrevivir, aunque dejaron huellas que aún perduran. Muchas mujeres víctimas de violación, durante el flagelo, utilizan automáticamente la estrategia del vencido. En ocasiones, la táctica produce resultados positivos y el violador pierde erección, pero en la mayoría de los casos el recurso falla. Ante la desesperación, la sumisión parece ser un recurso primitivo que incrementa la probabilidad de vida ante depredadores de la misma especie.

Como siempre, el hombre parece ser la excepción. Quizás en los seres humanos exista un gen recesivo egoísta que desconoce el bien común por encima del personal, o tal vez, en el famoso inconsciente colectivo de Jung, no haya perdurado la arcaica costumbre de respetar la propia especie.

La significación biológica de la sumisión también tiene que ver con la posibilidad de establecer y mantener un orden al interior de determinados grupos animales y/o tribales. Hasta hace algunos miles de años, el hombre no hacía la guerra, sino que jugaba a guerrear. Esta tradición aún se mantiene en ciertas tribus primitivas, pero especialmente en algunas especies avanzadas de monos, como los chimpancés y los gorilas.

El juego de guerra consiste en una serie de conductas simuladoras de ataque orientadas a producir miedo, que permiten detectar cuál de los luchadores está genéticamente mejor dotado para mandar. Cada uno de los rivales despliega aquellos comportamientos que se supone deberían producir pánico de acuerdo al código biológico de la especie. Por ejemplo, agitar los brazos, correr amenazante, mostrar los colmillos, gritar, sacar pecho, golpeárselo y cosas por el estilo. El que menos se asuste ante las maromas del otro, o sea, el más valiente, es el ganador. No son jueces entrenados, ni expertos observadores quienes eligen al más apto para dirigir la manada y hacerse acreedor a las ventajas que ello conlleva, sino la información genética compartida.

Lo que más interesa a nuestro tema es que el mono perdedor reconoce su derrota mediante una serie de ritos y comportamientos ceremoniosos de evidente sumisión: caminar hacia atrás, extender los brazos, inclinarse reverencialmente y besar la mano. Estos actos orientados al reconocimiento público del macho alfa, además de ratificar al guía, también intentan avisar al contrincante que el juego ha terminado.

Aunque las muertes son muy poco comunes en los juegos de guerra, a veces pueden ocurrir accidentes involuntarios. La sumisión, entonces, colabora al establecimiento de la dominancia jerárquica, a la vez que sirve de aviso para detener el simulacro de pelea antes de que alguien salga lastimado.

Muchas de las castas y el orden idólatra que aún perduran en determinadas sub-culturas del mundo civilizado, son perfectamente asimilables al concepto de dominancia jerárquica. De manera similar, la gran mayoría de los comportamientos típicos que esgrimen las personas sumisas recuerdan los gestos y posiciones corporales de los juegos de guerra.

Los sujetos Tipo C han incorporado las funciones básicas de la sumisión a su repertorio de manera desproporcionada, posiblemente por presiones ambientales en la niñez. Tal como nos enseña la naturaleza, cuando una persona se comporta sumisamente, realmente está intentando apaciguar a alguien que se percibe como amenazante (depredador) o reconociendo su superioridad.

En el contexto civilizado, la estrategia de sumisión trae más problemas que ventajas. El sumiso desconoce sus derechos personales y, por lo tanto, no los defiende ni los ejerce. Se acurruca, se entrega, se agacha, pero a diferencia de lo que ocurre en el mundo animal, aquí el opositor no perdona: “Al caído, caerle”. La figura de autoridad produce en los sujetos Tipo C una tendencia inmediata a someterse y a buscar la aprobación para que no se ofusque. Recuerdo la primer cita que tuve con una señora Tipo C, muy simpática y suave. Al llenar un cuestionario de rigor sobre su historia personal, le pregunté si era casada o soltera. Ella respondió un escueto “sí”, ante lo cual yo pedí la aclaración pertinente: “Sí... qué”. Ella saltó de la silla y con un gesto de consternación, se apresuró a contestar: “Sí, señor”. El diagnóstico estaba hecho.

Una psicóloga amiga, admiradora furibunda del buen tacto, la discreción y la cordura, veía en los Tipo C un atisbo de la paciencia que envuelve la posición tranquila del sabio. Luego de discutir algunas horas aceptó mi conclusión a regañadientes, pero con la compostura del buen perdedor. El sumiso siempre espera obtener algo, la paciencia que llega de la sabiduría no espera nada.

4. La odiosa culpa

Aunque todos los humanos somos víctima de ella, la personalidad Tipo C es la que se lleva los honores. La culpa surge de la valoración moral negativa que la cultura o cada uno hace de ciertos comportamientos considerados inadecuados o indeseables. El sentimiento de culpa suele obrar como una forma de auto-castigo que apunta directo al corazón, una especie de harakiri psicológico autodestructivo, donde se ataca a la persona y no la conducta específica: “Soy malo”, “soy un asco” o “soy dañino”; en vez de decir: “He cometido una torpeza”, “me he comportado egoístamente”, “he sido inadecuado”. En otras palabras, la auto-evaluación culposa nunca está ajustada a lo circunstancial, sino a la esencia misma del sujeto comprometido en la falta, lo que es a todas luces absurdo e inadmisible, porque nadie es totalmente malo o bueno. No es lo mismo decir robó una vez, a decir es un ladrón.

No estoy promulgando la insensibilidad ante los daños que podamos causar, voluntaria o involuntariamente, sino una responsabilidad compasiva que no incluya necesariamente la propia mutilación psicológica. Una cosa es asumir la responsabilidad y las consecuencias de los propios actos con preocupación sincera, arrepentirse y reconocer la equivocación, y otra muy distinta entrar en el tormento de la autolaceración psicológica. Enmendar, pero como un acto de fortalecimiento del yo, aprendiendo de los errores y sin lastimar descarnadamente la propia esencia.

La culpa tiene un sentido social y uno religioso. Desde la perspectiva del aprendizaje social, la culpa cumple una función de autocontrol. La sensación de sentirse malo es tan fuerte e insoportable que hacemos cualquier cosa para evitarla, incluido “portamos bien”. Muchas personas son honestas por convicción, pero otras muchas por miedo a la culpa. Desde esta óptica, la culpa anticipada puede ser vista como un método para hacer que la gente no se deje llevar por impulsos indeseables y antisociales, so pena de ser sometida a escarnio interior. No obstante su eficiencia relativa, son preferibles aquellos procedimientos pedagógicos más benignos y con menos contraindicaciones, como por ejemplo la enseñanza programada y racional de los valores. Recordemos que la culpa, en tanto proceso autodestructivo, es la antesala de la depresión.

Desde el punto de vista religioso, la culpa parece obrar como un sentimiento de limpieza. Es la otra cara de la moneda. Aquí, sentirse culpable implica arrepentirse y un gesto de reparación. Dicho de otra forma: “Si al hacer algo indebido, no me siento mal de haberlo hecho, soy muy malo o me aproximo a un perfil psicopático”. En otra versión más cinematográfica: “Si no siento culpa por mis metidas de pata, soy inhumano, una especie de Robocop insensible que no merece compasión”. Así, algunas personas aprenden a sentirse bien sintiéndose mal. Un masoquismo moralista al estilo japonés y un culto al sufrimiento inútil. Los yakuza se cortan el meñique en señal de desagravio y se lo entregan en un pañuelo al ofendido. Los occidentales nos arrancamos un pedazo de yo, lo aplastamos y se lo entregamos a cualquier autoridad moral para que nos confirme la expiación. En el caso del autocontrol, la culpa se vive como una cosa horrible que hay que evitar; en la limpieza, como una bendición que permite resarcirse frente al mundo, ante Dios o ante uno mismo.

No obstante las diferencias, en ambos casos los “arrepentidos” muestran la clara intención de desencartarse de la emoción culposa. “Discúlpame”, es la forma más evidente de solicitarle a otro que nos quite de encima la carga que el pecado ocasionó y que ya pesa sobre nuestra autoestima.

Una paciente Tipo C que había enviudado hacía poco, mostraba ciertas fluctuaciones en su estado de ánimo muy atípicas. Sin que ningún elemento de su personalidad lo justificara, pasaba de la alegría a la tristeza de una manera milimétrica. Un día mal, un día bien, luego volvía a sentirse mal, y así. Al cabo de varias semanas de registro descubrí la causa. Ella confesó muy apenada que había días en que se sentía demasiado contenta de estar viuda, ya que su marido la maltrataba física y psicológicamente. Como consideraba que eso implicaba un irrespeto a la memoria del difunto, por las noches la embargaba una enorme tristeza y una profunda culpa: “¿Cómo me voy a sentir bien, si él está muerto?” Al otro día, reparaba el “desliz” castigándose de todas las maneras posibles, especialmente utilizando auto-verbalizaciones destructivas frente a sí misma. Así limpiaba la supuesta falla, pero al mismo tiempo permanecía atrapada en un duelo de nunca acabar. Después de muchas citas, entendió que su sentimiento de alivio era totalmente comprensible y tan humano como el pesar que aún sentía por el alma del fallecido. La culpa nos ata fuertemente al pasado y nos imposibilita vivir el aquí y el ahora con tranquilidad. Es un lastre que hace más aburrido y agotador el viaje.

Por medio de la culpa puedes llegar a odiarte a ti mismo de manera inmisericorde. Recuerda que tu esencia merece consideración. No necesitas suicidarte para quedar en paz, porque Dios te quiere vivo, mejorando, y dignificando tu calidad de mónada pensante. En vez de castigarte, puedes asumir el compromiso de tus actos, arrepentirte, dar la cara valientemente y aceptar las consecuencias. No necesitas castigar tu ser para salir bien librado. Si reemplazas la culpa por responsabilidad y compasión, asumirás el deber de la reparación, sin aniquilar tu yo. Después de todo, y aunque tu ego se resista, no eres perfecto. Bota la culpa y reemplázala por algo más constructivo y formativo que te haga crecer como persona. No te ataques a ti mismo: respétate.




Bibliografía:.
Sabiduria emocional. Walter Riso