LAS EMOCIONES Y SU ORIGEN PERDIDO

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LAS EMOCIONES Y SU ORIGEN PERDIDO. Fuente de la imagen: https://stock.adobe.com

A pesar de que día a día experimentamos infinidad de emociones, nos es muy difícil definirlas. Las emociones se viven, se sienten, se reconocen, pero sólo una parte de ellas se puede expresar en palabras o conceptos. ¿Quién puede decir lo que sintió cuando vio morir a un ser querido?, ¿o cuando vio nacer a su hijo?

Es muy difícil tratar de encerrar en una palabra la alegría o la tristeza, pero no es así sentirlas a plenitud. No hay ser humano que pueda vivir un solo día sin experimentar alguna emoción. No podría. Tendría que estar muerto. Porque la sensación de sentirse vivo no se produce con el simple hecho de abrir los ojos y mover el cuerpo, sino por la emoción que nos produce ver salir el sol, recibir un beso, oler la hierba recién cortada.

Si huelo, si como, si me acarician, si abrazo: recuerdo. Con el recuerdo vienen conceptos, ideas, imágenes. Por ejemplo, olemos la hierba recién cortada y decimos: ¡Mmmm, huele como los domingos de mi niñez cuando mi padre cortaba el pasto! Inmediatamente viene a nuestra mente la figura de nuestro padre, la del jardín de nuestra casa y nos emocionamos.

Con la emoción, nos vienen ideas: esos intentos de elaboración racional que buscan atrapar en un pensamiento o en una imagen aquello que hemos experimentado sensiblemente.

Posteriormente, surge el deseo de convertir en palabras la imagen que representa nuestra emoción, y si logramos hacerlo, la alegría que nos embarga puede ser tan grande que nos sentimos obligados a compartirla con alguien más. Desgraciadamente, en las ciudades se vive tan rápido que es imposible que una persona le pueda contar a otra todos los pensamientos que tuvo en un día. En algunos países, la pura intención de compartir emociones y pensamientos con otros se considera una falta de tacto, casi como una conducta antisocial o como un atentado contra el «sano» ejercicio de la competencia, es decir, de la individualidad. Algunas sociedades han hecho esfuerzos extraordinarios para evitar el contacto físico y espiritual de unos con otros.  Se nos dice que la confianza y la cercanía nos vuelven vulnerables.  En todo momento se promueve y se enaltece la desconfianza y se estimulan los más aberrantes extremos de individualismo, que en realidad no son más que máscaras patéticas de una sociedad «moderna» a la que le estorban las emociones.

Basta con que nos asomemos a las principales calles de las ciudades norteamericanas, por ejemplo, en las horas en que los empleados salen a tomar sus «alimentos», para que observemos que cada uno de ellos ocupa un sitio en alguna escalerilla bien pulida, frente a uno más de los muchos impecables rascacielos, mientras devora, más que come, una comida rápida, lo más pronto posible para   no perder tiempo en la carrera   por ser el «mejor», sin siquiera intentar volver el rostro para ver a los que lo rodean y sin preocuparle un comino lo que su compañero de junto piense o sienta. No le importa si está triste o no. Si necesita hablar o no. Si el bocado que tiene en la boca le recordó a su abuela, o a su hijo muerto en la guerra. Qué importa. No puede perder los pocos minutos que tiene para comer en intimidades.

Si usted pertenece a ese gran conglomerado de trabajadores, no se desaliente. Para su consuelo, aunque contara con el tiempo suficiente para escuchar todos los pensamientos de sus compañeros de trabajo, no podría,pues  los seres humanos encontramos gran dificultad para compartir la multitud de pensamientos que somos capaces de emitir   en las veinticuatro horas del día, no sólo por su enorme cantidad sino porque ni siquiera somos capaces de recordarlos todos, ya no se diga darnos cuenta de esa abundancia de pensamientos ¡siempre estuvieron acompañados por emociones!

Vivimos emocionados y pensando.   Cualquier cosa que una persona mencione, cualquier frase dicha, desde un simple comentario, aparentemente inocente, hasta un pensamiento filosófico profundo, reúne dos condiciones: es la manifestación de un pensamiento, pero también la inevitable expresión de una emoción.

Por mucho tiempo  hemos considerado equivocadamente que el pensamiento y la emoción eran cosas distintas que podían separarse.   Que la mente del hombre funcionaba mejor sin la interferencia de estados emotivos, ¡como si fuera posible ignorar las emociones! Sobran ejemplos en la historia pasada y reciente que comprueban hasta dónde hemos sido capaces de llegar los hombres con tal de reducir la emoción a una categoría de primitivismo y compararla con una falta de desarrollo humano.

Si reflexionamos en los esfuerzos que hizo el Neo-clasicismo europeo para evitar en casi todas las manifestaciones culturales la presencia del impulso emocional, o si nos ponemos a pensar en el empeño que han puesto las «Academias» para dictaminar y regir el flujo emocional del acto creativo y para censurar todo asomo de irracionalidad o emoción no «canonizada» por ellos, o si consideramos la violencia que ha desatado el gobierno chino, para acabar con toda forma de sensibilidad y emotividad cultural en el Tíbet, empezando por la destrucción de las manifestaciones artísticas y religiosas, por considerar que su contenido fuertemente emotivo pone en peligro la estructura monolítica de sus principios políticos, nos daremos cuenta de que la humanidad ha convertido la relación entre las emociones y el pensamiento en un hecho casi irreconocible.

Curiosamente poco antes de final del siglo XX y que tanto se ha empeñado en devaluar la emoción, es cuando se ha comenzado a hablar de eso que se llama la inteligencia emocional y   se ha tomado conciencia de que el estado emocional de una persona determina la forma en que percibe el mundo .   Esta afirmación no entraña ningún misterio si tomamos en cuenta que el cerebro funciona mejor con una correcta irrigación sanguínea, que el encargado de sostenerla es el corazón y que el funcionamiento del corazón está determinado en gran parte por las emociones.   No late de la misma manera un corazón deprimido que uno gozoso ,   y por lo tanto, no envía al cerebro la misma cantidad de sangre. Por lógica, podemos deducir que un estado emocional altera y determina la forma en que el cerebro procesa la información que obtiene del mundo exterior. Todos sabemos que un cerebro sin irrigación sanguínea es un cerebro muerto. Lo que no tenemos muy claro es si un corazón risueño lo mantiene en mejor estado que un corazón disgustado. De ahí la importancia del conocimiento de las emociones.

Y ¿qué es una emoción? El diccionario nos dice que la raíz latina de la palabra emoción es   emovere,  formada por el verbo  «motere»   que significa mover y el prefijo  «e»  que implica alejarse, por lo tanto la etimología sugiere que   una emoción es un impulso que nos invita a actuar .  

A actuar ¿cómo y cuándo? Eso lo determina el tipo de emoción. Con los nuevos métodos para explorar el funcionamiento del cuerpo y del cerebro, los investigadores descubren cada día más detalles bioquímicos y fisiológicos para explicar   cómo es que una emoción prepara al organismo para una clase distinta de respuesta .  

Desde que el hombre apareció en la superficie de la tierra, contó con dos sistemas que lo ayudaron en su labor de supervivencia:   el Simpático y el Parasimpático.  Se trata de dos sistemas primitivos, pero que hasta el presente nos acompañan y entran en acción no sólo en momentos de peligro, sino que desempeñan un papel importante en cada aspecto de nuestra vida diaria, minuto a minuto. Sin ellos no podríamos subsistir pues sucumbiríamos ante los retos externos e internos a los que nos vemos expuestos.

Ocurre, como regla general, que mientras más primitivo es un componente del Sistema Nervioso Central, menos dependiente es de las funciones cerebrales más sutiles y desarrolladas de la corteza. Tal vez ahí que el nombre correcto para llamar a este sistema primitivo sea el de Sistema Nervioso Autónomo. Aunque el Sistema Nervioso Central tiene cierto grado de influencia sobre la expresión del Autónomo, la mayor parte de sus reacciones son totalmente autónomas y es por esto que los seres humanos pasamos trabajos para controlar la manifestación espontánea de nuestras emociones.

La zona más primitiva del cerebro es el tronco cerebral que rodea la parte superior de la médula espinal y que regula las funciones vitales básicas del ser humano, como son la respiración y el metabolismo. A partir de esta raíz cerebral surgieron los centros emocionales y millones de años más tarde, a partir de esas áreas emocionales, evolucionó el cerebro pensante o «neocorteza».Es importante reflexionar en torno al hecho de que   el cerebro «pensante» surgió del «emocional» ,  pues nos revela que el cerebro emocional existió mucho tiempo antes que el racional. Sin embargo, ¿qué fue primero,la gallina o el huevo?, ¿el pensamiento o la emoción?

Por ejemplo, cuando nos vemos expuestos a una   situación de peligro   donde está en juego nuestra vida, no nos detenemos a pensar «necesito producir adrenalina para salir de ésta», el sistema nervioso actúa por nosotros poniendo a funcionar de forma automática ya sea el sistema Simpático o el Parasimpático, dependiendo de la forma en que queramos encarar la situación: enfrentándola o huyendo.

Cuando el terror es muy grande, nos paraliza por completo y nos deja incapacitados para luchar. En ese caso, lo más probable es que perdamos el control de nuestros esfínteres, pues nuestro estado psicológico pone a funcionar el sistema Parasimpático. Una vez que hemos orinado o evacuado, tal vez lo que provoquemos en nuestro enemigo sea lástima y puede que nos deje en paz, y si no, nuestra relajación muscular al menos reducirá el dolor que nos pueda provocar el ataque.

Ahora bien, si ante el mismo estímulo, una persona en lugar de huir decide enfrentar el problema y atacar, ocasionará que el sistema Simpático entre en acción. Aparentemente sólo tenemos dos opciones:   atacar o huir.  Dependiendo de la reacción que elijamos, vamos a terminar con la boca seca o con los pantalones mojados. Bueno, nunca es así de simple, pero este ejemplo nos servirá para mostrar las diferencias entre un sistema y otro.

Cuando una persona se decide a atacar generalmente lo que el sistema Simpático provoca es lo siguiente:

1)  Como el cerebro necesita pensar de una manera más clara y rápida que en circunstancias normales, las arterias que llevan sangre al cerebro se dilatan al máximo para permitir que la irrigación sanguínea se incremente de manera sustancial.

2)  El ritmo cardíaco se incrementa para poder responder a la demanda metabólica del cuerpo. No sólo tiene que enviar sangre al cerebro sino a los músculos de todo el organismo, para que estén en condiciones óptimas de correr o de golpear al enemigo. La sangre que cotidianamente circula por las venas no es suficiente en estos casos, se necesita un tipo de torrente sanguíneo mejor oxigenado y que contenga una cantidad extra de los nutrientes necesarios para mantener una respuesta metabólica adecuada. El más importante de estos nutrientes es el azúcar. Con más oxígeno y más azúcar en la sangre, el cerebro y los músculos pueden hacer maravillas

3)  A fin de tener más oxihemoglobina, las vías respiratorias se dilatan al máximo permitiendo que la capacidad vital —la cantidad de aire que entra y sale de los pulmones cada minuto— crezca todo lo que sea necesario para que un individuo pueda con el reto que tiene que enfrentar. La respiración, pues, se hace más profunda y rápida durante una descarga simpática, dando como resultado una respiración agitada por nariz y boca.

4)  Con el objetivo de poder ampliar el campo visual, la pupila se dilata, permitiendo al individuo ver con más claridad todo lo que le rodea, ya que en una situación de peligro es importante ver mejor, pensar más rápido y estar capacitado para desplazar el cuerpo de forma veloz.

5)  El hígado, por su parte, también desempeña un papel fundamental, pues es el encargado de convertir rápidamente carbohidratos complejos y grasas en glucosa, para lo cual recibe una dotación extra de sangre. A esto se debe que algunos individuos bajo una situación de estrés crónico sean más susceptibles que otros a desarrollar la diabetes.

Todas estas   reacciones en cadena se suceden sin que podamos impedirlo   y muchas veces ni siquiera tenemos conciencia de lo que pasó dentro de nuestro cuerpo. Si alguien nos pregunta, horas más tarde del incidente, oye, ¿qué te pasó?, a lo más que llegaremos es a expresar   «pasé por un gran susto»   pero nunca diremos «fijate que, como me asusté, envié sangre a mis músculos para poder correr y mi hígado convirtió carbohidratos complejos en glucosa», y mucho menos a la conclusión de que un pensamiento y una emoción crearon química dentro de nuestro organismo sin que lo pudiéramos controlar.

¿Qué es lo que determina que una persona tenga control sobre su sistema nervioso autónomo y otra no? ¿El nivel socioeconómico? Lo dudo. ¿El grado de estudios? Puede ser. ¿El desarrollo espiritual? ¡Ojalá! ¿O una combinación de los tres? No lo sé. Pero conozco personas que pueden controlar sus emociones de una forma sorprendente, aunque desafortunadamente son las menos, y salvo que se trate de un individuo con un alto grado de desarrollo espiritual, en la mayor parte de los casos   el control resulta ser una forma patológica de reprimir la libre expresión de nuestra condición humana,  que provoca graves trastornos y deterioros físicos y psicológicos.

Si bien es cierto que la emoción es una energía que nos impulsa a actuar, en algunos casos esa «acción» implica contradictoriamente una parálisis. Por ejemplo, una persona deprimida puede convertir el impulso de sus emociones en formas dramáticas de inmovilidad. Sin embargo, es innegable que la depresión es el resultado de un proceso emocional que tiene un impulso activo auténtico. Se puede decir que   la depresión es una concentración de impulsos de acción aplicada en sentido inverso .  Dicho de otro modo, se necesita de un fuerte impulso emocional para poder mantener el nivel de inmovilidad que una depresión severa produce.

Como vemos, una emoción puede tener el poder des-tructor del rayo o puede ser el suspiro más tranquilo y vivificador que un ser humano pueda experimentar. Nuestro cuerpo está acondicionado para sentir los dos tipos de reacciones y eso depende de cada individuo:   una emoción puede ser experimentada por uno como un rayo y por otro como un suspiro.   Uno como un estímulo que mata, que daña, que provoca que el hígado funcione mal, que afecta a la vesícula, que hace que la persona se ponga nerviosa y no pueda expresarse claramente, y otro, como un río que resfresca, que anima,que provoca una sonrisa en cada uno de los órganos del organismo con los que hace contacto.

Aparentemente existe una «filosofía» emotiva que influye en el estado corporal.   Todo depende de lo que uno pensó en el momento de recibir un estímulo para que el resultado emotivo sea distinto.   Por ejemplo: dos personas se enteran de la muerte repentina de alguien. Una de ellas era su hermana y la otra sólo la conocía superficialmente. La hermana piensa que es una desgracia que el hermano se haya muerto en estas condiciones y la otra persona piensa que está bien que haya descansado. La primera tendrá dificultades para aceptar el fallecimiento y el cuerpo reaccionará en consecuencia. La segunda aceptará el hecho y no sufrirá ninguna consecuencia.

Cada vez que un ser humano se niega a aceptar una emoción     que ya nació, que surgió como reacción natural y no elegida, que brotó porque no hay tiempo ni forma de andar escondiendo emociones, ya que forman parte del «contratiempo» de andar escuchando, mirando y tocando,   se altera todo el funcionamiento de su cuerpo .  Todo consiste en lo que opine, así de simple y así de complicado. Si una persona opina que la flor que le acaban de regalar es desagradable y se molesta, modifica un poco el funcionamiento de su hígado y otro poco el ritmo de su corazón. Si el pensamiento persiste, la incomodidad aumentará hasta enfermarlo. En cambio,si a pesar de que nos desagrada la persona que nos regala una flor, aceptamos la flor sin discutir,   convertimos la flor en flor interior.   .

Si uno tuviera la paciencia de no discutir con uno mismo la emoción que está sintiendo ni de clasificarla en buena o mala,   la emoción produciría sin reservas la reacción adecuada. El golpe, en el caso de la ira, el llanto en el caso de la tristeza, o la risa en la alegría.  Sin embargo, lo que la persona acepta y reconoce como emoción y le hace decir estoy triste o estoy enojado, no es más que el resultado de una cadena de reacciones, que a su vez generan otra cadena de reacciones. Dicho en otras palabras, lo que hago me produce una emoción determinada y esa emoción, me provoca una  acción.  

A mi ver, si las emociones tuvieran cuerpo y las pudiéramos cortar con la ayuda de un bisturí, descubriríamos que debajo de ellas hay tres capas perfectamente definidas:

A)   Es la base y está formada por la esperanza que todos los seres humanos tenemos de   sentirnos mejor, por la búsqueda del bienestar.  

B)  Encima de la esperanza está todo lo que el ser humano quiere. Estos «quieros» no son otra cosa que sus deseos, sus necesidades, sus  metas en la vida.  

C)  Por último se encuentran  las capacidades y las habilidades   que el hombre tiene para lograr lo que quiere. Todo aquello que «sabe» a nivel consciente que puede realizar. Puede ser el caso que él quiera ser bailarín, pero «sabe» que no tiene ritmo.

Por ejemplo, yo quiero sentirme mejor y decido ir a comer a casa de mi madre pues ella prepara un puchero como nadie. Yo quiero comer ese puchero, aunque estoy consciente de que sólo puedo comer un plato pues porlas noches se me dificulta la digestión. Cuando llego a su casa y como el plato de puchero experimento mucha felicidad. Si analizamos esa alegría nos vamos a encontrar los elementos A, B y C amalgamados en una sola unidad. Los tres forman un conjunto de realidades que laten al mismo ritmo: el «deseo sentirme mejor», el «quiero» y el «puedo» dan como resultado   una emoción, en este caso placentera .  

Pero ahora voy a dar un ejemplo contrario:

Un hombre va caminando por la calle. Tiene el mismo deseo de ir a comer a la casa de su madre. De pronto lo sorprende un perro rabioso y lo muerde. El hombre grita desesperado. Acuden en su ayuda algunas personas y le quitan el perro de encima. El hombre experimenta simultáneamente susto y dolor y los clasifica como cosas desagradables. Ahí, tirado en el piso, se siente como un pájaro sin alas, sin fuerza y sin saber cómo combatir. No sabe que desde que el perro apareció y lo mordió la base A se empezó a transformar y en lugar de repetir «tengo la esperanza de sentirme mejor» comenzó a decir «me siento mal». ¿Qué pasa en la fase B? ¿En el «yo quiero»? Pues que el individuo se empieza a lamentar de todo aquello que ya no puede hacer: ya no va a comer en casa de su madre, tal vez tenga que ir al hospital, ya no podrá regresar al trabajo, o asistir a un baile o a lo que sea. Por último, en la fase C la persona llegará a la conclusión de que no pudo reaccionar correctamente.   Se culpará   por haber elegido precisamente esa calle para transitar, el no haber dado una patada en el hocico al perro, el no haberlo visto a tiempo y todo esto se va a convertir en el «no supe» o «no sé».

La negación de la habilidad en la C, la negación de obtener lo que se quiere en la B y la negación de la posibilidad de sentirse mejor en la A van a dar como resultado una emoción ya sea de desesperación, de ira o de violencia. Si, por el contrario, el hombre hubiera dicho   - acepto el dolor, acepto la sangre y no me opongo a lo que está pasando —   y se hubiera mantenido en esa actitud de aceptación, se hubiera creado una emoción totalmente diferente, pues el pensamiento, como ya lo hemos dicho, crea química dentro del cuerpo hu-mano.   Al aceptar la experiencia hubiera encontrado paz   y hasta hubiera terminado comprendiendo al perro. Se hubiera ubicado muy por encima del concepto de si el perro era bueno o malo, si estaba enfermo o no y al pasar el tiempo recordaría ésa como una buena experiencia, pues todo aquello de lo que se puede hablar sin que cause un efecto desagradable se convierte en positivo.

Es muy interesante analizar las emociones desde esta óptica, pues al analizar los componentes A, B y C de cada emoción podremos descubrir cuáles son las esperanzas, los sueños, los «quieros» y los «puedos» de las personas que nos rodean, ampliando con esto nuestra capacidad de comprensión y de aceptación de los demás. Sabremos, también, la razón por la que el vecino quiere comprar tal automóvil o por la cual nuestra amiga se hizo una liposucción, o el motivo por el que nuestro sobrino le teme a las arañas, o por el cual les molesta a los críticos el éxito de la literatura escrita por mujeres.

El análisis de las emociones es vital para un mejor conocimiento del ser humano. Si llegamos a comprenderlas y aceptarlas adecuadamente tal vez lleguemos a la misma conclusión que muchos sabios antes de nosotros.

Ya los antiguos griegos construyeron un gran altar a los pies de la Acrópolis de Atenas dedicado a las Eerinas, las llamadas Furias vengadoras de la sangre. Al hacerlo, convirtieron a esas diosas terribles en las Euménides, las bienhechoras. Lo hicieron una vez que aceptaron el valor del pasado, el origen primitivo de las emociones y supieron darles un lugar dentro de su mundo civilizado y racional. El templo de las Euménides es tan grande e importante como el de la Sabiduría: el Partenón de Atenea. Dándole a cada uno su lugar, los griegos expresaron su profunda percepción de la realidad humana y con ello cumplieron la máxima délfica que invitaba al verdadero crecimiento:   «Conócete a ti mismo.»



Capítulo Nro 1 del PDF: El libro de las emociones. Por: Laura Esquivel. Pags. de 10 a la 23. <