LA PALABRA Y LA IMAGEN COMO GENERADORAS DE EMOCIONES

reir
Reviviendo emociones. Fuente de la imagen: https://www.freepik.es

¿Qué es lo que nos lleva a sacar una foto del cajón de los recuerdos? ¿O a leer la primera carta de amor que recibimos? ¿O a buscar en el baúl de los recuerdos la rosa marchita que nos dieron en aquel baile inolvidable? ¡El deseo de  revivir una emoción!   El deseo de volver a sentir el mismo amor. Los recuerdos de tipo material pueden envejecer. Llegamos a gastar tanto las cartas que a veces se empiezan a deshacer en nuestras manos, pero las imágenes en nuestra mente, no. Ésas quedan intactas. Lo mismo que las emociones. Ahí están tranquilas, al lado de nuestros recuerdos, dispuestas a ayudarnos a   vivir nuevamente.   Esperando la orden de ¡acción! para llenar nuestro cuerpo de alegría. Para poner en circulación la sangre, para proyectar en la mente nuestra primera entrega amorosa. Y volvemos a sentir como si lo estuviéramos experimentando en ese mismo instante el contacto con otros labios, con otra piel, con otra saliva, y puede que hasta nos sonrojemos. Uno siempre busca repetir una experiencia a través de las imágenes y las palabras.

Desde Aristóteles hasta los investigadores modernos, coinciden en que hay una tendencia natural del hombre a  aprender por medio de la imitación .  Se ha descubierto que cuando una persona observa el rostro sonriente de otra, tiende a repetir el mismo gesto. Algunos lo atribuyen al hecho de que mediante la mímica motriz podemos apropiarnos del humor ajeno.

reir
Una emoción es energía "contagiosa" en tránsito. Fuente de la imagen: https://stock.adobe.com

A mi ver, no sólo se trata de una imitación. Cuando estamos cerca de una persona sonriente, nos vemos   contagiados   por su emoción. Se puede decir que las emociones forman parte de un sistema de impulsos eléctricos que atraviesan cada una de nuestras células.   Una emoción es energía en tránsito,  energía que se desplaza y desde esa óptica, ¿qué le impide salir de los límites del cuerpo que la produce para internarse en los de otra persona? Esto, aparte de sonar un poco erótico, nos habla de que existe el intercambio de emociones. Que la emoción, vuelta energía pura, puede ser materialmente transmisible a través de impulsos eléctricos. En ese sentido,  el estado emotivo de un ser humano influiría radicalmente en su entorno .  De la misma forma en que todo lo que vemos, escuchamos, tocamos, comemos, entra en nuestro cuerpo y nos impulsa a actuar. Un olor desagradablenos invita a alejarnos de una comida en descomposición, y por el contrario, un aroma sugestivo nos invita al acercamiento, a la caricia, al placer. Un situación de peligro nos empuja a luchar o a huir. En el fondo siempre vamos a tener   dos opciones: acercarnos o alejarnos. Sentirnos bien o sentirnos mal. Vivir o morir. Y ése es el gran dilema.  El problema de fondo

Sin embargo, algunas veces, en lugar de alejarnos de aquello que nos daña, nos acercamos. ¿Qué es lo que nos conduce a actuar de esa manera? Una idea inoculada en el fondo de nuestra mente en los primeros años de nuestra vida. Una idea más fuerte que el poder de supervivencia. La idea de que no somos lo suficientemente buenos. La creencia de que no nos merecemos otra cosa que el mal trato, en otras palabras,  tener una baja autoestima .  De otra forma no es posible explicar por qué una persona en su sano juicio viviría al lado de una pareja que la humilla constantemente. Y en el terreno de la Sociología sería interesante analizar cuál es el motivo que conduce a una sociedad a contaminar el agua del río donde bebe. O a destruir sus reservas ecológicas.  ¿Se puede hablar de una nación o de un grupo social con baja autoestima y con deseos de autodestrucción?   ¿Que no se dé cuenta del peligro que corre como especie? ¿Y que actúe de manera irresponsable y ciega aun en contra de uno de los más fuertes instintos?

Porque desde el momento en que nacemos sabemos que nuestra vida puede terminar de un momento a otro. Y la incertidumbre frente a lo desconocido nos provoca una inseguridad. No se puede negar que tras una emoción intensa provocada por una situación de peligro, siempre aparece el pensamiento que nos dice «esto me pudo haber destruido». ¡Qué susto pasé!». El instinto de supervivencia es uno de los más fuertes en todas las especies.

Desde la época de las cavernas los hombres primitivos trataron de representar en imágenes todo aquello que daba sentido a su vida, que les ayudaba a comprender el mundo, para responder a una pregunta básica:   ¿qué hago yo aquí?   ¿cuál es el sentido de mi existencia? Yo pienso que desde el mismo momento del nacimiento, uno tiene ese mismo interrogante.  Pero para encontrar la respuesta uno tiene que vivir.   Y para mantener la vida uno tiene que enfrentarse día con día a los retos que ésta nos ofrece. Para un hombre primitivo, el dominio de su medio ambiente era primordial para lograr mantener la vida. Las emociones como la ira o el miedo le eran de gran ayuda, pues lo pertrechaban tanto en la lucha como en la huida. Si acaso se enfrentaba al contrincante y salía triunfador del combate, era fundamental transmitir su experiencia a los demás miembros de su clan, para que ellos obtuvieran también el beneficio de saber cuál era la mejor forma de cazar o de obtener alimento, pues antes el bienestar común era el bienestar individual y viceversa. Mientras más miembros tuviera una tribu, mayores eran las esperanzas de vida de la especie humana. Un miedo en común era una meta común.

Por eso era tan importante repetir todo aquello que funcionaba. Si un golpe en la base del cráneo mató a un lobo salvaje, la próxima vez que se encontraban con un oprocuraban asestarle un palo en el mismo sitio. Si un gesto de la mano ahuyentaba a una mosca, pues venga, arepetirlo. Era importante recordar los gestos y las acciones efectivos para conservar lo más importante: la vida. Aquel que más información tuviera, era más valioso para el grupo, se convertía en líder natural.

¿Se imaginan el desconcierto que la muerte de un gran líder podía ocasionarles? ¿A qué lugar iban los muertos? ¿Dónde quedaba toda la experiencia acumulada? ¿Se moría con él? No lo podían permitir, tenían que continuar repitiendo sus mismos gestos, sus mismas palabras, su misma risa para mantener viva la experiencia colectiva, para hacer perdurar la memoria de la tribu.

El deseo de conservar la vida,   de mantener en perfecto estado todo aquello que se consideraba valioso, de inmortalizarlo, tal vez fue el motor que  impulsó el surgimiento del arte.  Si nos paramos frente a una pintura rupestre, no sólo veremos la representación de lo que otros ojos vieron miles de años atrás y que quisieron compartir con nosotros, sino lo que desde su punto de vista consideraron importante preservar. Ése es uno de los aspectos que más me interesan del arte. Por un lado, el deseo de inmortalizar, y por el otro, el de compartir. Ante la certeza de que una flor se marchitará, existe la posibilidad de pintarla, de crear un mito alrededor de ella para que siempre viva en la memoria colectiva, para que su olor llegue a las generaciones futuras con la misma intensidad que en el presente.

En el capítulo anterior (Nro.1), hablé de la posibilidad de analizar las esperanzas, los «quieros» y los «puedos» contenidos en una emoción. Lo mismo sucede con cualquier obra artística. Si pudiéramos sacarle una radiografía emotiva, nos revelaría cuál fue el estado emocional de la persona que la realizó y, por consecuencia, cuáles eran sus deseos, sus miedos, sus conocimientos, las técnicas y utensilios que conocía y su habilidad  para convertir todo un caudal de emociones en imágenes, en sonidos, o en palabras con la intención de encontrarle un sentido a la salida del sol, de la luna, a la luz de las estrellas, al agua de los ríos, al viento, al rayo.

El deseo de trascender la muerte nos habla al mismo tiempo de la inseguridad que se tiene en la vida eterna. Una persona convencida de que la extinción del cuerpo y la del alma son la misma cosa, buscará a toda costa la manera de ser nombrado, de crear una obra que lo haga permanecer en la memoria colectiva, de obtener fama. De seguir vivo. Tal vez por eso la representación del verde nos da tanta tranquilidad, pues uno lo relaciona con el florecimiento de la vida. Y quizá por lo mismo, el hombre equivocadamente encontró en el oro la representación de lo duradero, de lo que no se gasta ni se transmuta ni se oxida, ni desaparece y empezó a acumularlo como una forma de conservar la vida.

Pero en general hay dos grandes corrientes de artistas, la de los que escriben, o pintan o fotografían con la intención de capturar la realidad tal y como es, para guardar memoria de lo que somos, de lo que nos ha pasado, y otro tipo de artistas que interpretan esa realidad, que la representan en imágenes o situaciones que más tarde ponen ante nuestros ojos con la intención de amplificar aspectos de la realidad que no percibimos o que no queremos ver. En ambos casos  las obras artísticas son las representaciones de un pensamiento, pero también de una emoción .  Cada imagen representa un esfuerzo humano para hacer coincidir estados emotivos del pasado con sensaciones que se reconstruyen en el presente por medio de la evocación.  Cada imagen es memoria.  Cada parte constitutiva de la imagen representa pedazos de vida pasada concentrados en el presente. La imagen es nuestra necesidad de recordar para no olvidar

Aristóteles, en su Arte Poética, al tratar de explicar racionalmente los mecanismos que permitían al hombre construir una creación ficticia de la realidad, expresada en forma de imitaciones, distingue claramente tres maneras en que se puede realizar la mímesis:

  1) Imitar un objeto   con elementos que son de la misma naturaleza que los del objeto imitado, por ejemplo, cuando se imita el sonido de un pájaro a través de un silbido o por medio de un instrumento musical de viento.

  2) Imitar objetos de distinta naturaleza.   Porque podemos imitar de la misma manera y con los mismos resultados ya sea a un pájaro, a un bisonte o a otro ser humano.

  3) Imitar objetos no de manera literal   sino dando una versión deformada o alterada de ellos. Esto quiere decir que podemos pintar un bisonte con un tamaño más pequeño que el de un hombre, o un pájaro con tres ojos.

Cada una de estas formas de imitación corresponde con los mecanismos a través de los cuales los seres humanos fueron capaces de desarrollar imágenes.

Por otra parte, Aristóteles nos declara que  esa tendencia imitativa le permitió al hombre distinguir los objetos y aprenderlos. Y por medio de la distinción tomar conciencia de su propio ser .  En ese sentido, el fenómeno de transmisión de emociones a través de signos faciales pudo ser el modelo que sirvió de referencia para producir imitaciones por medio de imágenes fuera del cuerpo. No es impropio pensar que el ser humano vivió un proceso de desarrollo que empezó con la expresión muscular de sus emociones, siguió con la necesidad de manifestar esas mismas experiencias por medio de imágenes,  y terminó con la aparición de un punto intermedio entre imagen y gesticulación emotiva: la palabra.

La expresión de los estados emotivos permitió al hombre primitivo establecer un sistema de comunicación eficaz dentro y fuera del grupo. Es probable que el líder de una tribu expresara su autoridad por medio de gestos, que los cazadores anunciaran la cercanía de la presa a través de una seña con la mano, o que el miedo común a la oscuridad se manifestara con gruñidos siempre idénticos. De la imagen física de la emoción a su expresión en palabras no habría más que un paso.

Es obvio pensar que la articulación de palabras fue el resultado del sonido que provocó una emoción, y que a partir de entonces se identificaría con un estado del alma. Y así, las palabras y las imágenes se reprodujeron a sí mismas. De cada sonido original que designaría al miedo, por ejemplo, se desprendieron otros sonidos afines para precisar diferentes matices de la percepcióndel temor.

Mientras más avanzada la historia de la humanidad más lejos quedamos de aquellos impulsos originales que propiciaron la formación de palabras. Sin embargo, el fondo de una de ellas sigue conectado con la emoción primigenia que las produjo, a pesar de nuestra necedad racional.

En ese orden de ideas,   pronunciar una palabra sigue significando invocar una emoción pretérita,  que sigue generando un grado específico de tensión muscular en el cuerpo de quien articula esos sonidos. Sólo los grandes poetas han sido capaces de desentrañar los misterios ocultos de la raíz emocional de las palabras. Porque más allá de las etimologías, la palabra encierra otras voces. ¿Cuánta descarga emocional se producirá en nuestro ser al pronunciar la palabra paz o la palabra amor? ¿Cuántas y cuáles emociones puede despertar la pura repetición de un poema de San Juan de la Cruz, de Dante, o de Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Cuántas emociones diversas puede provocarnos un apalabra de amor susurrada al oído? ¿Cuánta amargura puede dejarnos una frase hiriente?

De hecho, si nos detuviéramos a considerar el poder invocador que tienen las palabras, tendríamos que hablar forzosamente de la Cábala.

La Cábala, como su nombre indica, era una tradición. Esa tradición se sustentaba en la idea de que Dios había transmitido su presencia por medio de un Nombre susurrado a los oídos de Moisés. Esa palabra contenía la verdad y el sentido de las cosas, era el Dios mismo. Siguiendo una tradición secreta, el Sonido aquel fue aprendido sólo por iniciados a través de muchas generaciones. Sin embargo, según los postulados de esa tradición, el Nombre se perdió y hubo que compensar su ausencia con un sistema de búsqueda que mezclaba el poder de las palabras con el conocimiento de los números y sus combinaciones secretas: la Cábala

¿No sería maravilloso que ese Nombre perdido fuera la palabra amor? ¿Que lo que pasó fue que Dios, en el momento de la Creación, experimentó un gran amor y que esa energía quedó impregnada en cada planta, animal o materia orgánica que forma el universo? Si eso fuera cierto, tal vez lo que Dios le dijo a Moisés en el oído fue que para sentir la presencia divina bastaba con experimentar amor.   ¿No sería sensacional descubrir que todos estamos dotados de ternura, de esa capacidad para dar y recibir amor y que la ejercemos invariablemente en el momento de emocionarnos con todo lo que vemos, tocamos, oímos o saboreamos? ¿Vivimos tan confundidos que no nos damos cuenta de que día con día llenamos nuestros pulmones de pedacitos de comprensión y amor de altísimo nivel?

En fin, explicado de otra manera, el poder de invocación que tiene la palabra funciona como los números telefónicos. Si queremos entrar en comunicación con determinadas personas sólo tenemos que marcar la combinación de números correcta. De la misma manera, una cierta combinación de letras forma una palabra que nos conecta con un mundo de emociones y significados. Casi todas las fórmulas mágicas sostienen la idea de que las cosas en el Universo están sometidas a la determinación de sus correspondencias. Es decir, que la materia está ligada con una realidad espiritual, con un astro, con un metal, con una planta, con uno de los cuatro elementos, con una manifestación angélica y finalmente con Dios.

reir
La palabra es la llave para abrir la puerta del mundo de las verdaderas significaciones. Fuente de la imagen: https://stock.adobe.com

En ese sentido,  la palabra es la clave de una correspondencia misteriosa, la llave para abrir la puerta del mundo de las verdaderas significaciones.  El conocimiento de las palabras mágicas le permite al mago descubrir el poder interior de las cosas. De ahí la importancia de pronunciar correctamente «Abracadabra». Si nos equivocamos al deletrearla o nos olvidamos de una de las letras que forman la palabra, la fórmula mágica no surtirá efecto y la puerta que queremos abrir quedará cerrada para siempre. Por eso es innegable la importancia que tuvo la memoria en las épocas históricas en las que el ser humano no dependía de la escritura para fijar sus ideas y conocimientos. Y no sólo me refiero a la etapa primitiva en que el hombre no había desarrollado la escritura, sino a esas muchas otras épocas, que siguen existiendo ahora mismo en muchas partes del mundo, en que la población no sabía leer ni escribir, o que sabiéndolo no lo hacía y que su comunicación con el pasado dependía íntegramente de su capacidad de memorizar por medio de imágenes los datos transmitidos de boca en boca.

Si pensamos en el Renacimiento europeo, por ejemplo, o en la última etapa de la Edad Media, cuando grandes grupos dependían de su capacidad de memoria para manejar datos indispensables en la vida cotidiana, ya fueran de orden moral, social o religioso, necesariamente tenemos que hablar de los mecanismos y técnicas que se desarrollaron para estimular el «Arte de la Memoria». Recordemos, para hablar sólo de dos casos, esos fenómenos culturales que representan la necesidad medieval de recordar:   los cantos gregorianos y las catedrales góticas.   Cada uno de ellos, verdadero monumento a la memoria, construido a base de imágenes y palabras.

Conviene aclarar que el ejercicio de la nemotecnia no era sólo para aquellos que no sabían leer y escribir sino particularmente para los que requerían conservaruna gran cantidad de datos frescos en la memoria, especialmente para quienes se dedicaban a cultivar las formas más elevadas de estudios filosóficos o mágicos.

Casi todas las formas de nemotecnia sugieren que la  relación entre la imagen y la memoria es indisoluble.  Las técnicas invitan a crear espacios imaginarios para colocar ahí secuencias de palabras, de objetos o de personas. Por ejemplo, dentro de un espacio que vamos a nombrar «rayo», guardamos las palabras perro, María, piano. Una vez que cada uno de ellos ha sido colocado en ese «espacio» particular, bastará evocar el nombrede «rayo» para que las cosas ahí guardadas, o sea las palabras perro, María, piano, vengan a nuestra mente y vuelvan a tener presencia efectiva.

De la misma manera se graban eventos en nuestra mente. Ejemplo: una tarde lluviosa Pedro conducía un automóvil por el centro de la ciudad y tuvo un accidente de tráfico en el que perdió la vida su hijo. Esto le ocasionó una fuerte depresión. Todo el evento queda amalgamado dentro del mismo  «espacio» en la memoria,  de manera que si vuelve a transitar por la misma esquina del accidente recordará a su hijo, al choque, y automáticamente la depresión lo acompañará toda la tarde. O puede ser que vaya conduciendo su automóvil muy lejos del lugar en el que tuvo el accidente pero empiece a llover: la lluvia bastará para hacerlo entrar en contacto con el «espacio» en la memoria y revivir la dramática experiencia.

Volvemos al primer postulado: el ser humano convierte en imágenes sus emociones. Desde los códices mexicanos hasta los emblemas europeos expresan la idea de que cada imagen contiene memorias y, por lo tanto, provoca en nosotros una infinidad de   sentidos ocultos, de emociones dormidas.

  Una imagen funciona como detonador de emociones sólo si se conecta con el mundo de creencias de una persona, con la opinión que tenga de sí misma o con su memoria emocional.  Por ejemplo, si relacionamos el sabor de la leche materna con la vida y con el amor, de grandes buscaremos alimentos que tengan esa misma cantidad de grasas cada vez que necesitemos sentirnos amados. Pues el hombre constantemente está buscando la manera de cambiar para sentirse mejor, y para ello recurre a lo conocido, a lo ya experimentado, a lo que le ha dado buenos resultados.

En conclusión, imágenes y palabras no deben perder su cualidad de   mediadoras entre el presente y el pasado, entre nuestra racionalidad y nuestras emociones .  Porque son el vínculo más profundo y estrecho entre lo que sabemos y lo que reconocemos de nosotros mismos. Porque   generan emociones que se convierten en nuevas imágenes y palabras. Porque crean memoria en quienes las ven o las escuchan .  Y de nosotros depende que cuando nos recuerden lo hagan con alegría o con tristeza.   Que las palabras que pronunciamos sanen o lastimen .

emociones
Las palabras que pronunciamos, tienen el efecto de sanar o lastimar, ¡Tú eliges!. Fuente de la imagen: https://stock.adobe.com

Capítulo Nro 2 del PDF: El libro de las emociones. Por: Laura Esquivel. Pags. de 24 a la 23.